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Expectativas y logros

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Pablo Da Silveira
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Entre las convergencias que poco a poco se van generando en el terreno educativo, hay un elemento de diagnóstico que ya casi nadie pone en duda: los uruguayos tenemos un problema con la calidad de los aprendizajes que están logrando nuestros alumnos. Ya no se trata de que hayamos dejado de inculcar contenidos más o menos complejos. Estamos ante un fracaso masivo en la transmisión de algunas habilidades fundamentales, como la de escribir de manera mínimamente inteligible, comprender un texto que ofrezca algún grado de dificultad o realizar operaciones aritméticas muy básicas.

Este consenso técnico es hoy tan amplio que cuestionarlo se ha vuelto sinónimo de poca seriedad. Al mismo tiempo, también empieza a ser admitido que algunas de las explicaciones más confortables que se han venido dando no resisten la confrontación con los hechos.

En esto último han ayudado mucho los resultados comparados que proporcionan pruebas internacionales como PISA. Hoy no puede sostenerse que los déficits de aprendizaje sean una consecuencia inevitable de la pobreza y la exclusión, porque países con más pobreza y exclusión que Uruguay logran resultados similares y en algunos casos mejores a los nuestros. Tampoco funcionan las explicaciones que apelan al gasto como porcentaje del PBI o (de manera más contundente todavía) al gasto por alumno, porque unos cuantos países que gastan más o menos lo mismo que nosotros tienen logros significativamente mejores en términos de aprendizaje.

¿Dónde está entonces la explicación? Contestar esta pregunta no es tarea sencilla. Las respuestas más serias de las que disponemos combinan componentes curriculares, factores organizativos y cuestiones relativas a la formación docente.

Pero, junto a los anteriores, hay un factor del que se habla poco y merecería toda nuestra atención. Se trata del manejo de las expectativas acerca de lo que pueden lograr los alumnos.

En los últimos años se ha instalado una mentalidad que, bajo una falsa superficie de sensibilidad social, esconde un pesimismo paralizante acerca de lo que pueden lograr los alumnos. El mensaje implícito es que no podemos esperar gran cosa de ellos porque provienen de hogares sin recursos, porque han padecido la exclusión social o porque están creciendo en familias disfuncionales. Dado que les han pasado todas o algunas de esas cosas, debemos asumir que no están en condiciones de aprender. Por eso les aplicamos el "pase social" y reducimos los niveles de exigencia.

Este enfoque encierra una gran cantidad de problemas, incluyendo su incapacidad para explicar nuestra propia historia educativa. Pero el peor de todos es que tiende a convertirse en una profecía auto-cumplida. Si algo sabemos a esta altura sobre cómo funciona la dinámica de enseñanza y aprendizaje, es que, en última instancia, los alumnos pueden hacer lo que los docentes creen que pueden hacer. Si los docentes creen que los alumnos no pueden lograr nada, probablemente no logren nada.

Uno de los datos más llamativos que proporcionan las pruebas PISA es que los alumnos uruguayos están entre los que dejan más preguntas sin responder. No es que contesten mal, sino que simplemente no contestan. En eso somos campeones del mundo. Solo ese dato debería llevarnos a revisar el modo en que estamos manejando las expectativas sobre lo que pueden lograr las nuevas generaciones de uruguayos.

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