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Escuela y familia

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Pablo Da Silveira
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Una de las cosas que conviene mirar cuando se visita una escuela o un liceo es el lugar destinado a recibir a los familiares de los alumnos. Las características que tenga ese espacio dicen mucho sobre la importancia que los responsables de la institución asignan a ese vínculo.

Es probable que una conversación con los familiares de un alumno se vuelva muy personal e incursione en temas delicados. A veces, los responsables de la institución tendrán que transmitir preocupaciones o malas noticias. Otras veces, los familiares querrán contar cosas dolorosas o íntimas. Para eso hacen falta condiciones materiales que aseguren la confidencialidad y la escucha.

Si en un centro educativo hay un espacio acogedor y reservado para recibir a las familias, eso será una señal de que la institución se toma muy en serio ese diálogo. En cambio, si las conversaciones con los padres deben mantenerse en un aula de la que entra y sale gente, o peor aún, en un patio o en un corredor, eso será un indicador de que, más allá de lo que se declare, la fortaleza del vínculo con las familias no es una preocupación real. Como dicen los expertos en arquitectura educativa, los ladrillos dicen mucho sobre las verdaderas prioridades de una institución.

Este es un terreno en el que tenemos mucho para avanzar. No solo ocurre que la inmensa mayoría de nuestros locales educativos no transmiten ninguna actitud de diálogo ni de escucha. Tampoco hemos incorporado de manera más o menos extendida algunas prácticas que son comunes en otros países y están ayudando a compensar los déficits del sistema tradicional.

Una de esas prácticas (sobre la que hay experiencia en algunos países del continente) consiste en incorporar transitoriamente a una madre o a un padre como tutor de aula. La tarea de ese tutor no es dar clase, sino apoyar el trabajo del docente en lo que refiere al acompañamiento personal de los alumnos. La información disponible sugiere que, cuando este esquema opera adecuadamente, contribuye a disminuir el abandono y tiene un impacto favorable sobre los aprendizajes.

Otra práctica habitual, sobre la que hay alguna experiencia en nuestro país, son los programas de visitas a hogares por parte de miembros de la comunidad educativa. Ya no se trata de recibir en forma adecuada a los familiares, sino de ir a buscarlos, conocer de manera directa sus condiciones de vida y escucharlos en su propio ambiente.

Nuestra tradición educativa sigue muy imbuida de las ideas que inspiraron las grandes reformas del siglo XIX. Por eso, hasta hoy ha sido bastante hostil a estos formatos. La normativa que regula el funcionamiento de las Comisiones de Fomento y las Asociaciones de Padres advierte que pueden apoyar, pero de ninguna manera intervenir en el funcionamiento del centro de estudios. El Programa Maestros Comunitarios ha traído algunas innovaciones, aunque tanto su concepción como su alcance son limitados. Otras experiencias que intentan incorporar nuevas presencias en los centros educativos, como la de Enseña Uruguay, han encontrado resistencias. Mientras tanto, el mal funcionamiento de los Consejos de Participación creados por la actual Ley de Educación confirma una vez más que ese no es el camino.

En un momento en el que muchas soluciones tradicionales han dejado de funcionar, repensar el vínculo con las familias es otro punto en la agenda de trabajo.

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