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La dignidad de los hechos

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Pablo Da Silveira
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Uno de los muchos signos de deterioro de nuestra cultura cívica es la creciente indiferencia hacia la verdad o la falsedad de lo que se dice. Aunque esté probado que los Tupamaros iniciaron sus acciones violentas en 1963, a los alumnos de secundaria se les enseña que nacieron para combatir al gobierno de Pacheco, que empezó sin que nadie pudiera preverlo en los últimos días de 1967. Aunque no exista ninguna evidencia de que hubiera niños comiendo pasto en el año 2002, la frase se repite como un dogma. Aunque el título de licenciado de Raúl Sendic nunca existió, la actual vicepresidenta de la República declaró sin ruborizarse que lo había visto.

Para muchos participantes en nuestro debate público, no es importante si lo que están diciendo coincide o no con lo ocurrido. Lo único que importa es el impacto político. Y lo peor es que no les va mal. Como sociedad hemos ido perdiendo el respeto hacia lo que Hannah Arendt llamaba "la dignidad de los hechos".

El desprecio hacia los hechos ha sido siempre una característica de los enemigos de la libertad. El fascismo, el nazismo, el estalinismo, el maoísmo y el castrismo, entre otros, han creado mitologías al servicio de sus necesidades políticas (por ejemplo: el mito de la conspiración judía mundial, o el mito del bloqueo estadounidense a Cuba). Más aún, la imposición de versiones manipuladas de la realidad ha sido vista por esos regímenes como una forma suprema de ejercicio del poder. George Orwell fue de los primeros en entenderlo.

Para quienes creemos en la democracia, respetar la dignidad de los hechos es parte esencial de una política sana. Distinguir entre hechos y opiniones, y reconocer los hechos como realidades independientes de nuestras preferencias, son prácticas que hacen posible el debate público.

Los hechos son el primer lugar de encuentro entre los ciudadanos. Cuando no existen hechos compartidos, ni siquiera es posible discrepar sobre có-mo interpretarlos. Cuando los Kirchner envilecieron las cifras oficiales sobre inflación y pobreza en Argentina, no solo desacreditaron un organismo estatal sino que dinamitaron las bases de cualquier debate informado. Uno no puede discutir si la inflación está o no en un nivel preocupante, cuando ni siquiera puede ponerse de acuerdo con el otro sobre cuál es la tasa de inflación.

Ignorar la dignidad de los hechos tiene otras consecuencias graves, como la de mezclar vivencias reales con ficticias. Y eso termina por devaluar lo vivido. Por eso se han hecho y se hacen tantos esfuerzos en el mundo para estimar, por ejemplo, el número de víctimas de Hitler o de Stalin. No se trata de una simple obsesión aritmética. Se trata de respetar la materialidad de un drama real. Cuando manejamos cifras confiables, sabemos que detrás de cada número hay una vida perdida y una familia golpeada por el dolor. En cambio, si nos dedicamos a manipular las cifras, estamos convirtiendo a los números en simples consignas. Sobre esto se está discutiendo hoy en Argentina.

Respetar la dignidad de los hechos, como pedía Hannah Arendt, es una forma de respetar la dignidad de quienes los vivieron y, eventualmente, sufrieron sus consecuencias. Manipular los hechos por razones de conveniencia es atentar contra la posibilidad de tener un mundo en común y es manchar algunas de las cosas más sagradas que existen, como el dolor o la esperanza.

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