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Coalición conservadora

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El diario El Observador publicó en estos días una serie de datos frescos que confirman algo bien sabido: nuestra enseñanza pública es una máquina de fabricar desigualdad. En lugar de atenuar las diferencias de origen entre los uruguayos, las amplifica.

El diario El Observador publicó en estos días una serie de datos frescos que confirman algo bien sabido: nuestra enseñanza pública es una máquina de fabricar desigualdad. En lugar de atenuar las diferencias de origen entre los uruguayos, las amplifica.

Las cifras muestran la manera perversa en que se distribuyen los cargos docentes entre los liceos públicos montevideanos. Los liceos ubicados en las zonas más carenciadas tienen los planteles más inestables y los docentes menos experimentados. En cambio, los liceos ubicados en las zonas favorecidas concentran los planteles más asentados y los docentes de mayor trayectoria. Justo al revés de cómo debería ser si buscáramos igualar oportunidades.

La noticia no tiene nada de nuevo. Este problema fue detectado en la primera mitad de los años noventa, cuando el Codicen presidido por Juan Gabito Zóboli encargó un profundo diagnóstico a la oficina de Cepal en Montevideo. Quiere decir que hace más de veinte años que lo sabemos. Lo dramático es que no hayamos sido capaces de hacer nada al respecto.

En todos los países que han tenido algún éxito en este terreno, las soluciones apuntan en la misma dirección: hay que crear incentivos que hagan más atractivo enseñar en los lugares más desafiantes. Esos incentivos pueden ser de tipo funcional (por ejemplo, dar más oportunidades de ascenso o bonificar el cómputo de años para la jubilación) pero casi siempre incluyen un componente salarial: la tarea de aquellos que se desempeñan en los contextos más difíciles debe remunerarse mejor que la tarea de quienes trabajan en condiciones favorables. Se trata de la misma lógica que lleva a pagar mejor a quienes trabajan de noche o en condiciones que implican alguna clase de riesgo.

Pero esta idea es anatema para los sindicatos de nuestra enseñanza. Una y otra vez, su reacción ante la sola sugerencia de considerar el punto es un tajante rechazo. El argumento que esgrimen es que estas medidas tendrían efectos “estigmatizadores”, pero eso es una excusa que no resiste el menor análisis.

La verdadera razón es que los sindicatos de la enseñanza se han convertido (con matices entre ellos) en la voz del peor conservadurismo educativo. No solo defienden los intereses de los docentes, sin reparar en el daño que se haga a los alumnos y sus familias. Además defienden los intereses de los docentes más instalados (porque el sistema actual castiga a los más jóvenes) y, de manera muy especial, a aquellos que adoptan una actitud más defensiva. Por eso no quieren evaluaciones, comparaciones, ni distinciones. El único criterio que aceptan es la antigüedad, es decir, un criterio que premia a quienes tienen la capacidad de durar, independientemente de lo bien o mal que hagan las cosas. Es la defensa extrema de la mediocridad y el statu quo.

Estos sindicatos han sido durante décadas aliados estratégicos del Frente Amplio, y esa alianza ha frenado toda dinámica transformadora. Pero este gobierno ganó las elecciones prometiendo que iba a “cambiar el ADN” de la enseñanza y, ya empezado el año 2016, es hora de ver pasos concretos.

¿Podemos esperar algo positivo? La manera de averiguarlo es muy sencilla. Si el gobierno no se atreve a desmontar la coalición conservadora que él mismo ha creado y a diferenciarse de estos sindicatos, entonces no habrá ningún cambio real y estaremos ante otra promesa incumplida.

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Pablo Da Silveira

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