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El último aprendizaje

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Pablo Da Silveira
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La llegada del siglo XXI trajo a América Latina una ola de gobiernos de izquierda. El fenómeno abarcó a Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay, Uruguay, Venezuela y algunos países de Centroamérica. En muchos de esos países, la izquierda ejercía por primera vez el gobierno nacional.

A escala regional, y más allá de alguna excepción, la izquierda tuvo que aprender a gobernar. En algunos países lo hizo mejor y en otros lo hizo peor. Durante el proceso descubrió cosas importantes que otros ya sabían: que el orden de las cuentas públicas importa, que no alcanza con buena voluntad para resolver los problemas, que el Estado es un instrumento mucho menos maleable de lo que se cree, que nadie está a salvo de la corrupción. De manera general, y más allá de algunos casos patológicos, todo eso fue bueno para la madurez de los sistemas políticos de la región.

Pero, para que este proceso redunde en un real fortalecimiento de la democracia, es necesario que la izquierda regional haga todavía un último aprendizaje. Se trata de aprender a perder las elecciones y dejar el poder, es decir, a asumir la rotación de partidos en el ejercicio del gobierno como un componente central e ineludible del orden democrático.

Los hechos indican que este aprendizaje le está costando mucho a la izquierda regional. Hugo Chávez nunca pareció estar dispuesto a hacerlo, hasta el punto de haber introducido en la Constitución venezolana una casi monárquica reelección indefinida. Apoyado por el propio Chávez, el hondureño Manuel Zelaya forzó todos los límites institucionales para conseguir su reelección, hasta que terminó tumbado por un golpe militar. Hoy mismo Rafael Correa no se resigna a haber cedido el gobierno, hasta el punto de haberse convertido en el peor enemigo público de su sucesor. Evo Morales acaba de forzar una impresentable decisión del Tribunal Constitucional que le permitirá mantenerse otro período en el cargo que ocupa desde hace casi doce años. En Nicaragua, Daniel Ortega se parece cada día más a un Somoza de izquierda, con la única diferencia visible de que a Somoza no se le conocían inclinaciones pedófilas.

Curiosamente (si dejamos de lado el caso muy civilizado de Chile) la que puso menos resistencia para entregar el gobierno fue Cristina Kirchner. Aunque, en un acto que refleja una grave falta de cultura política democrática, se negó a participar en la ceremonia de traspaso de mando.

La izquierda tiene la misma dificultad que muchos otros para entregar el gobierno: le encantan las mieles del poder. Pero además agrega una dificultad propia, porque durante mucho tiempo se sintió la punta de flecha de la historia. La anhelada llegada al gobierno no era vista por la izquierda como un hecho político más en la vida de una sociedad democrática, sino como la consumación de una etapa histórica y el comienzo de otra etapa irreversible y superior. Y aunque el ejercicio del gobierno ha enseñado a muchos que ese despliegue de soberbia era injustificado, la idea de que no hay marcha atrás subsiste en los rincones de su cultura política.

En una democracia, lo normal para cualquier fuerza política es que en cierto momento llegue al gobierno, que luego lo pierda y que, eventualmente, más tarde lo recupere. Ese es el aprendizaje que todavía tiene que hacer buena parte de la izquierda latinoamericana. También en Uruguay.

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