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Los mensajes del WhatsApp

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Así se titula una canción del grupo de hip hop mexicano “Cartel de Santa”, y la letra es explícita: “Mi mujer me encontró en el celular los mensajes del whatsapp/ya sabe que nos vemos y que nos vamos por ai/me cacho las fotos, también los videos/ni como negarlo, dejé abierto el facebook”. Los muchachos difícilmente vayan a ganar algún premio poético a corto plazo, pero sí ponen el dedo en la llaga sobre el impacto que estas herramientas de comunicación están generando en la sociedad.

En Uruguay, por ejemplo, la dichosa aplicación que trae tanto dolor de cabeza a las telefónicas, ha estado en el boca a boca en las últimas semanas por varios casos. El primero, cuando se filtró una charla privada entre un grupo de periodistas deportivos, uno de los cuales hacía comentarios poco gentiles respecto al presidente de un club, y (¡horror!), parecía admitir su simpatía por su “tradicional adversario”, según la jerga del rubro. Potenciado por la facilidad de transmisión que habilita w

Así se titula una canción del grupo de hip hop mexicano “Cartel de Santa”, y la letra es explícita: “Mi mujer me encontró en el celular los mensajes del whatsapp/ya sabe que nos vemos y que nos vamos por ai/me cacho las fotos, también los videos/ni como negarlo, dejé abierto el facebook”. Los muchachos difícilmente vayan a ganar algún premio poético a corto plazo, pero sí ponen el dedo en la llaga sobre el impacto que estas herramientas de comunicación están generando en la sociedad.

En Uruguay, por ejemplo, la dichosa aplicación que trae tanto dolor de cabeza a las telefónicas, ha estado en el boca a boca en las últimas semanas por varios casos. El primero, cuando se filtró una charla privada entre un grupo de periodistas deportivos, uno de los cuales hacía comentarios poco gentiles respecto al presidente de un club, y (¡horror!), parecía admitir su simpatía por su “tradicional adversario”, según la jerga del rubro. Potenciado por la facilidad de transmisión que habilita whatsapp, la charla recorrió infinidad de grupos, y generó una mini crisis en el sepia fútbol local.

El segundo fue casi tan escandaloso. Ocurrió cuando se “viralizó” una charla entre una señora con tono aristocrático que interrogaba a una operadora de call center acerca de los beneficios a la hora de concurrir al cine pagando con tarjeta de crédito, y su indignación al conocer que la que le concedía ese mágico 2x1 (además de la del Club de El País) era una que no encontraba adecuada a su condición social.

Más allá de algún adjetivo infeliz y de un tufillo despreciativo que se califican por sí solos, la situación invitaba más que nada al humor. Pero se sabe que eso no abunda entre la intelectualidad bienpensante compatriota, por lo cual el episodio motivó sesudos comentarios en los medios. En general tomando el caso de esta señora como arma para justificar toda una concepción general de la sociedad, con una complejidad y sofisticación que harían que el guión de “Los ricos no piden permiso” quede a la altura del Ulises de Joyce.

A veces es difícil entender a alguna gente. Si un medio hace una crónica para analizar el caso puntual de un menor que tiene tres muertos a cuestas con 16 años, se está estigmatizando de manera inmoral a todo un sector social. Ahora tomar el caso de una señora que de por sí es objeto usual de broma entre sus pares, para generalizar un clima de guerra de clases que se usa hasta para expli- car el supuesto “golpe” a Dilma Rousseff, no solo es válido, sino hasta festejado por una proporción no despreciable de gente formada y supuestamente inteligente. No solo el fútbol es sepia en Uruguay.

Pero volvamos a lo verdaderamente interesante, que es el cambio en la convivencia que estas nuevas herramientas de comunicación tecnológica están causando en nuestras sociedades.

Particularmente el caso de whatsapp es significativo porque implica un nivel de interactividad de consecuencias imprevisibles. La posibilidad de formar grupos en los que se integran desde amigos de la infancia que no se ven más que una vez al año, familiares distantes que se comunican más que nada por compromiso, o incluso padres y madres de compañeritos de escuela, permite miradas francamente perturbadoras a la condición humana.

Pero tal vez lo más grave sea el final absoluto de la posibilidad de tener un mínimo de privacidad. Hoy cualquier conversación, cualquier actitud, puede volverse en segundos la comidilla de miles de personas, que sin entender ni el contexto de la situación, van a juzgar con la implacabilidad de un verdugo del ISIS a la indefensa víctima de ocasión.

El impacto que esto puede tener en la vida cotidiana es enorme. Por dar un ejemplo simple, las reuniones de portada en la redacción de un diario suelen ser un ambiente donde ninguna figura pública, ningún personaje político, ninguna causa por buena que sea, se salva de la bilis y cinismo inherentes a la profesión periodística. En el caso de El País, cayó como una bomba el enterarnos semanas atrás que todo esa liberación de maldad que creíamos constreñida al grupo de pares, debido a los vericuetos sonoros del edificio de la redacción, era escuchada con entusiasmo por una parte del sector administrativo. Si algo de lo que allí se comenta llegara a oídos de las figuras públicas mencionadas, lograr una entrevista iba a ser más difícil que reformar la educación.

¿Cómo nos vamos a adaptar a este nuevo mundo? ¿Deberemos convertirnos en autómatas repetidores de consignas buenoides en lenguaje inclusivo? ¿O será que esto permitirá conocer la naturaleza humana de forma más honesta y seremos menos duros al juzgarnos? ¿Cómo se adaptará la ley y el sistema de sanción moral a esta pérdida radical de intimidad?

Difícil pensarlo con el teléfono explotando con notificaciones del WhatsApp.

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Martín Aguirre

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