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El Estado desaparecido

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A contrapelo de lo habitual, esta fue una semana recargada de temas jugosos para el análisis. Se podría hablar de la crisis que sumió al fútbol y al gobierno, dejando mal parado al presidente Mujica y mostrando el clima de guerra en el oficialismo. Se podría comentar los procesamientos del intendente Walter Zimmer y del exministro Lorenzo y el ahora también expresidente del BROU (se hizo desear) Fernando Calloia. Incluso se podría analizar la catarata de apoyos a estos jerarcas, o el desfile de Lorenzo por Ciudad Vieja seguido por un grupo de fans embanderados, y su significado en cuanto al respeto político a la Justicia y al contribuyente.

A contrapelo de lo habitual, esta fue una semana recargada de temas jugosos para el análisis. Se podría hablar de la crisis que sumió al fútbol y al gobierno, dejando mal parado al presidente Mujica y mostrando el clima de guerra en el oficialismo. Se podría comentar los procesamientos del intendente Walter Zimmer y del exministro Lorenzo y el ahora también expresidente del BROU (se hizo desear) Fernando Calloia. Incluso se podría analizar la catarata de apoyos a estos jerarcas, o el desfile de Lorenzo por Ciudad Vieja seguido por un grupo de fans embanderados, y su significado en cuanto al respeto político a la Justicia y al contribuyente.

Pero hubo otro hecho que, semitapado por la explosión mediática de los anteriores, tanto por sus implicancias humanas como por lo que revela de cómo se maneja la "cosa pública", bien justifica unas líneas. Se trata del cruento accidente que costó la vida a una joven madre, y a sus tres hijos de 5, 4, y un año. Si algo es capaz de helar la sangre, es la crónica del sepelio en la que el padre debió cargar cada uno de esos cajones rumbo a su destino final en el Cementerio del Norte. Y cualquier intento de entender lo que debe estar pasando por la cabeza y el corazón de ese hombre, palidece ante una realidad tan cruel como devastadora. Haciendo el esfuerzo de dejar el drama humano de lado, el hecho sirve para ver lo que es el principal flagelo que enfrenta el país hoy; las muertes y víctimas graves de los accidentes. Y la desidia de las autoridades al respecto.

El accidente ocurrió cuando el conductor, que venía de trabajar toda la noche, al esquivar una moto se salió de la ruta y atropelló a los peatones que usaban un improvisado camino peatonal a su lado. La reacción del gobierno ante esta tragedia, fue anunciar que instalará una senda peatonal en esa ruta, y que aceleraría la implementación de nuevas normas de seguridad vial que afectan a motociclistas, conductores y vendedores de autos.

A esta altura uno no sabe si la cosa es para reír o para llorar. ¿Necesitó el ministerio que pasara una tragedia así para darse cuenta de que se precisaba una senda peatonal en esa ruta? Porque cualquiera que circule por las zonas limítrofes de la capital, donde han proliferado los barrios irregulares con la cómplice complacencia de las autoridades, sabía que eso era una bomba de tiempo. Y en ningún caso es la única. Hay pedreas a buses en los accesos a Montevideo que cualquier día van a desatar un drama igual o peor. El estado general de las carreteras es una invitación abierta a la tragedia. Y lo mismo se puede decir de las calles de la capital, donde señalizaciones gastadas, cráteres abiertos, balizas eternas mal ubicadas, contenedores de basura en esquinas, y decenas de otros problemas, son un desafío letal para choferes y peatones.

Pero hay más. Cualquiera que circule en este país sabe que un porcentaje nada menor de conductores no conoce las reglas básicas de circulación vial. Y que los "profesionales" que manejan buses y taxis, lo hacen con un nivel de prepotencia impensable en cualquier país serio. A esto se suma un parque automotor viejo, al que nadie exige un mínimo control de seguridad, y que de por sí (gracias a la avaricia del Estado) es importado sin las medidas de seguridad esenciales. Están las mamparas de los taxis, están los camiones de reparto a cualquier hora, están las camionetas que llevan gente en las cajas, están los carros de caballo, están las motos delos "delivery" desquiciadas. Los que nunca están son los inspectores de tránsito, salvo cuando es hora de cobrar la patente, guinchar al que no pagó parking o para emboscar en ese lugar de la ruta donde la línea amarilla cambia de golpe.

Esa es la clave en este asunto: la inutilidad oficial para enfrentar un problema que mata a más de 500 personas por año. Hace ya siete que se creó la Unasev, y sin embargo las cifras son cada vez peores. Sus jerarcas, si bien combaten contra la falta de presupuesto y los delirios territoriales de las intendencias, se dedican a culpar siempre a los conductores, al tema del alcohol, del casco, a subir las multas. Pero ¿y el Estado? ¿Qué hace de su parte para mejorar la cosa? Mientras la Unasev anuncia en marzo, que en agosto va a empezar a controlar el uso de drogas en los conductores, (ya lo había anunciado en noviembre de 2013) el Ministerio de Transporte necesita 4 muertos para darse cuenta que hace falta una senda peatonal junto a una ruta nacional donde viven cientos de familias. Y la nueva idea genial es obligar a los vendedores de motos a que las acompañen de un casco. Las prioridades de nuestros gobernantes parecen estar muy confundidas.

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Martín Aguirre

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