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Con la música a otra parte

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El 6 de octubre de 1927 se estrenó “El cantor de Jazz” y pareciera que ese día nació el cine hablado y murió el mudo. El fenómeno es más complejo. Casi desde sus orígenes, el cine fue sonoro. El espectáculo cinematográfico era bastante más que una película y un pianista improvisando, tal como se nos suele mostrar; ni siquiera en las salas más modestas. La música era una parte imprescindible del espectáculo cinematográfico. Además, en las salas, los músicos tocaban oberturas e intermedios.

El 6 de octubre de 1927 se estrenó “El cantor de Jazz” y pareciera que ese día nació el cine hablado y murió el mudo. El fenómeno es más complejo. Casi desde sus orígenes, el cine fue sonoro. El espectáculo cinematográfico era bastante más que una película y un pianista improvisando, tal como se nos suele mostrar; ni siquiera en las salas más modestas. La música era una parte imprescindible del espectáculo cinematográfico. Además, en las salas, los músicos tocaban oberturas e intermedios.

Pronto el cine incluiría las partituras originales compuestas por consagrados compositores como Camille Saint-Saens o Erik Satie. Los productores comprendieron que la música de acompañamiento podía determinar el éxito y aun el fracaso de una película. De modo que en los años veinte todas las grandes producciones tenían su partitura original interpretada en los cines de estreno por orquestas sinfónicas que podía alcanzar el centenar de músicos y, con frecuencia, un coro.

El espectáculo se completaba con maestros de ceremonias que introducían la película y presentaban las oberturas e intermedios.

Las películas menos importantes, aun si no tenían música original venían acompañadas de un cue sheet, un conjunto de partituras con fragmentos musicales apropiados para acompañar la película. Sin embargo este procedimiento solía ser rechazado por los músicos que preferían hacer sus propias selecciones y se tomaban muy a pecho su función creadora, e incluso componían sus propios fragmentos de transición. En 1921, M. M. Hansford, un reconocido organista y autor de textos didácticos, argumentó que “simplemente sentarse y día tras día reproducir partituras hechas a la medida no es interesante ni creativo”. El músico gozaba al interactuar con su público y no aceptaba quedar reducido a una sección anónima del espectáculo.

En las salas de mediano porte se apelaba a formaciones musicales más pequeñas o al “Órgano de cine”, también llamado “Órgano orquestal”, que podía imitar diversos instrumentos de la orquesta y disponía también de una amplia gama de efectos especiales. Solo en salas extremadamente modestas el acompañamiento se limitaba al pianista.

Asimismo, el acompañamiento musical en vivo podía adaptarse a públicos diversos. La historiadora Elizabeth Fones-Wolf, a quien debo buena parte de la información de esta crónica, dice que “en cines de pequeñas poblaciones las agrupaciones musicales interpretaban músicas locales y populares”. Así, en los barrios y pueblos negros el acompañamiento solía ser siempre improvisado, sobre jazz o blues. En el Río de la Plata, las orquestas típicas eran las encargadas de proveer el acompañamiento musical, al son de tangos, valses y milongas. Las salas de cine se convirtieron en un atractivo mercado de trabajo para los músicos. En Estados Unidos podían ganar entre 2.500 y 4.500 dólares por año cuando el ingreso promedio para los trabajadores cualificados era de 2.000. Algunos directores podían llegar a ganar entre 6.000 y 20.000.

Con esta perspectiva, en las grandes ciudades, los músicos talentosos abandonaban las orquestas sinfónicas, tentados por las mejores condiciones de trabajo e ingresos que ofrecían las salas de cine. Algunos críticos observaron que esa práctica acercaba la música clásica a sectores de la población que difícilmente asistieran a una sala de conciertos. Las salas de cine también jugaron un papel crucial en el desarrollo de los músicos, convirtiéndose en verdaderas escuelas de formación práctica.

Con este panorama, el sindicato, la Federación Americana de Músicos (AFM), compuesto por una mayoría de músicos de cine, había desarrollado un poder para “obligar a los cines a aceptar sus términos, muy por encima del que disfrutan los demás trabajadores”, afirmaba su presidente, Joseph Weber. Eran imprescindibles en el espectáculo más popular.

Pero los avances tecnológicos acechaban en aquella década del veinte. Por un lado crecía la edición de discos y venta de fonógrafos que comenzaron a desplazar al músico de escena en cantinas, restaurantes y bares. También la radio aparecía como una amenaza en el horizonte, y, como remate, las investigaciones para sustituir la música en vivo en las salas de cine avanzaba rápidamente. De hecho estaba naciendo un inédito fenómeno sonoro que, años después, el compositor y teórico Pierre Schaeffer llamaría “Acusmática”, es decir aquello “que se oye sin ver la causa originaria del sonido”: La radio, el disco, el teléfono o la banda sonora grabada de las películas introducían una novedad en la historia. El espectador ya no tendría que trasladarse para escuchar a sus artistas favoritos y la calidad de la música incidental no habría de depender de la sala donde se proyectara.

En 1930, Hollywood ya no producía películas mudas y la poderosa Federación Americana de Músicos respondió con huelgas, boicots, e invirtió más de un millón de dólares en una “batalla cultural” que incluía una campaña publicitaria destinada a convencer al público de resistir a la “música enlatada”. Envió notas a la prensa y compró espacio publicitario en 798 periódicos y revistas. Solo lograron prolongar una agonía que en otros lugares del mundo fue más breve. Osvaldo Pugliese, el gran director y compositor argentino, recordaba que en Buenos Aires se produjo “la desocupación general de los músicos típicos, de los hombres del jazz y de los músicos clásicos; y además, para colmo de males, en los cafés de barrio las orquestas típicas fueron suplantadas por la vitrola. Una desocupación total.[...] Era tremendo ver la cantidad de músicos que caminaban por la calle Corrientes, o en los cafés, buscando un laburito en alguna boîte, cabaret, algún baile, un viajecito al interior.”

Parecía el fin. Sin embargo, el disco y la radio pronto se convirtieron en nuevos aliados de los músicos. Dos ejemplos: a mediados de los años treinta en los Estados Unidos se inicia la era de las grandes bandas y en Buenos Aires la de las grandes orquestas típicas, la fundamental “década del 40”.

Será el auge de los grandes salones de baile y la época de oro de la radiotelefonía, convertida en nueva fuente de trabajo para los que habían tenido que irse con la música a otra parte y encontrar nuevas oportunidades.

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Luciano Álvarez

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Luciano Álvarez

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