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La máquina de Thimonnier

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La primera máquina de coser que funcionó correctamente fue inventada por el sastre francés, Barthelemy Thimonnier, en 1830. Poco tiempo después fue asesinado por un grupo de irritados sastres. Este texto me llegó a través de Faceboook y era explícita su referencia a los incidentes protagonizados por “la familia del taxi” contra los choferes de UBER.

La primera máquina de coser que funcionó correctamente fue inventada por el sastre francés, Barthelemy Thimonnier, en 1830. Poco tiempo después fue asesinado por un grupo de irritados sastres. Este texto me llegó a través de Faceboook y era explícita su referencia a los incidentes protagonizados por “la familia del taxi” contra los choferes de UBER.

El origen de la máquina de coser puede datarse, al menos, en una decena de patentes, la más antigua de 1755. En todos los casos los problemas técnicos impidieron su fabricación, hasta que Thimonnier patentó la suya.

Barthelemy Thimonnier nació en 1793, en Arbresle, cerca de Lyon. Aprendió el oficio de sastre. Mientras cosía pacientemente comenzó a obsesionarse con la idea de una máquina que le ahorrara el paciente, preciso y lento trabajo de coser a mano. Quizás ideó su máquina viendo trabajar a su esposa, bordadora, observando la rapidez con la que la técnica del crochet permitía realizar puntos de una manera casi mecánica. En 1829 fabrica su “cosedora”, una máquina en madera, grande y pesada, con engranajes en cobre y madera. Era rudimentaria, pero funcionaba

El inventor logró el apoyo de Louis-Antoine Beaunier, brillante ingeniero, emprendedor y hombre de estado; le presenta a Auguste Ferrand, quien hizo los precisos diseños necesarios para obtener la patente, otorgada el 17 de julio de 1830.

La patente ya mostraba mejoras; la “cosedora” era menos voluminosa y hacía doscientas puntadas por minuto, contra las treinta que podían lograrse a mano.

Inmediatamente, Beaunier consigue socios y capital para crear el primer taller mecánico de confección de vestimenta del mundo bajo la razón social de Germain Petit & Cie; su primer cliente será el ejército francés.

Thimonnier estaba en la cima y la prensa glorifica la nueva invención. Pero no faltan opositores como quien escribe este artículo:

“Es cierto, esta máquina habrá de producir una revolución en la industria de la costura, revolución que, según creo, tendrá como consecuencia los resultados más funestos. Porque […] toca intereses bastante más graves, que deben ser resueltos antes que se le permita a un inventor cualquiera meterse con el gana pan de las obreras. […] De todos los males que afligen a la humanidad, ninguno como estos golpes a las profesiones que por su especialidad debieran ser exclusivas de la mujer. […] Las costureras, numerosas en las grandes y pequeñas ciudades, necesitan una mejoría en nombre de la moral. Todos los días vemos a estas desgraciadas, cansadas de luchar contra la necesidad, rendirse a las engañosas promesas de la seducción y caer en el último grado del envilecimiento. ¡Que será entonces de aquellas que resistan, ahora con un salario insuficiente o queden desempleadas […] cuando la máquina de coser le quite a cinco sobre seis su medio de subsistencia! No hablemos de los huérfanos y las viudas, de las jóvenes que comparten con sus padres, viejos y enfermos, el fruto de su trabajo. Todas quedarán en manos de la caridad pública o habrán de recurrir al vicio para enfrentar la fatal desesperación del hambre. […] Que habrá de importarles a las obreras la ropa barata y bien confeccionada, cuando les falte el pan.”

Barthélémy Thimonnier respondió:

“Para empezar, ¿Qué hombre y sobre todo el obrero, padre de familia, no habría de compartir las simpatías […] por el mejoramiento y ennoblecimiento de la condición de la mujer en la clase trabajadora? […] Sin embargo, nada tiene que ver esto con la aplicación de la mecánica al arte de la costura. […] Me parece, por el contrario, que Dios, al revelar a los sabios el secreto de los agentes de la naturaleza, permitiéndoles con ayuda de las máquinas […] operar prodigios aun sobre las mínimas cosas, ha querido, al mismo tiempo sustituir el reino de la fuerza muscular por el de la inteligencia. […] Desde ese punto de vista, la era moderna […] ¿No deber ser, ella también, la de la emancipación de la mujer? […] ¿Quién podrá impedir a la mujer […] explotar en igual condiciones que el hombre ciertas industrias? […] ¿Por qué, también ella, empeñada en el manejo de las máquinas, tan dóciles para ella como para el hombre, no obtendría los mismos resultados?”

Por fin le recuerda a su interlocutor: “Antes de la invención de la imprenta, ¿Cuántos copistas se dedicaban a la reproducción manual de libros y cuantos fueron más tarde los empleados en la industria de la impresión y venta de libros?”

Sus argumentos estuvieron lejos de convencer a los doscientos sastres que el 20 de enero de 1831 saquearon el taller de costura y destruyeron las ochenta cosedoras.

Contrariamente a la leyenda Thimonnier, no murió en el saqueo. El historiador François Jarrige estudió el tema y concluye que “en la Europa industrial del siglo XIX, los técnicos e inventores fueron objeto, poco a poco de un culto público y […] suscitaron biografías populares” en los cuales la violencia, real o exagerada, de quienes se resistían a los nuevos inventos era un tópico ineludible, incluso agregando los supuestos asesinatos.

De lo que parece no haber duda es que Thimonnier, temeroso, abandonó Paris y volvió a Amplepuis, su pueblo, aunque el taller funcionó varios años más, hasta la muerte de Louis-Antoine Beaunier, en 1835.

Los vaivenes posteriores en la biografía de Thimonnier son imprecisos y cargados de relatos dramáticos como el que cuenta que en uno de sus viajes a Paris, para presentar nuevos modelos de su máquina, hubo de regresar a pie 426 kms, cargando la máquina de coser y deteniéndose en los pueblos para mostrarla como curiosidad de feria, para ganar su manutención.

Lo que sí está probado es que depositó nuevas patentes en 1832, 1841, 1845 y 1847 y que obtuvo una medalla de primera clase en el Exposición Universal de Paris en 1855.

Las biografías populares insisten en afirmar que murió pobre, volviendo a su viejo oficio de sastre.

No debe descartarse que, como tantos creadores, careciera de un carácter emprendedor y comercial. Poco antes de su muerte a los 64 años, en 1857, Thimonnier le escribió a su hijo: “Mi mayor molestia es haber permitido que el cacareo de la gente me haya desestimulado.”

Su hijo retomó la tarea y montó una fábrica de máquinas de coser, más tarde cambió el rubro y el paquete accionario. Actualmente Thimonnier es uno de los líderes mundiales en la fabricación de sachets plásticos.

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Luciano Álvarez

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