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Las manos más deseadas

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El 29 de marzo de 1461, domingo de Ramos, toda la nobleza inglesa y sus ejércitos se encontraban en Towton, una pequeña localidad inglesa. Unos defendían al rey Enrique VI, hombre piadoso pero sin aptitudes para manejar los asuntos de este mundo. Los otros, al joven Eduardo de York, de 18 años. Unos enarbolaban la rosa blanca de los Lancaster; sus adversarios: la roja de los York. Fue la más grande y sangrienta batalla librada en suelo inglés. El vencedor se ciñó la corona como Eduardo IV; Enrique VI, su esposa Margarita de Anjou y su hijo Eduardo, de ocho años, huyeron hacia el norte.

El 29 de marzo de 1461, domingo de Ramos, toda la nobleza inglesa y sus ejércitos se encontraban en Towton, una pequeña localidad inglesa. Unos defendían al rey Enrique VI, hombre piadoso pero sin aptitudes para manejar los asuntos de este mundo. Los otros, al joven Eduardo de York, de 18 años. Unos enarbolaban la rosa blanca de los Lancaster; sus adversarios: la roja de los York. Fue la más grande y sangrienta batalla librada en suelo inglés. El vencedor se ciñó la corona como Eduardo IV; Enrique VI, su esposa Margarita de Anjou y su hijo Eduardo, de ocho años, huyeron hacia el norte.

Eduardo IV era lo más parecido a un príncipe de los albores del Renacimiento: suntuoso, brillante, cínico y escandalosamente mujeriego. Ricardo Neville, conde de Warwick, el noble más rico de Inglaterra era el poder detrás del trono. La nueva situación incidiría radicalmente en la vida de unas mujeres, cuya acción, detrás del escenario de los hombres, sería decisiva en la historia de Inglaterra. Las dos únicas hijas de Warwick –Isabel y Anne—eran las manos más pretendidas del reino, por herencia y poder.

En cambio tres Lancaster vivían la zozobra de la derrota. La todavía poderosa Margarita de Anjou, exiliada en Francia, planeaba el regreso al poder. Margaret Beaufort, era madre de un niño –sobrino del rey depuesto-- nacido cuando tenía trece años, en circunstancias tan difíciles que la habían dejado imposibilitada para engendrar nuevamente. Su marido, muchos de su familia y aliados estaban muertos. Para colmo su hijo Enrique, que ahora tenía cuatro años fue entregado para su educación a William Herbert, un noble de la mayor confianza del nuevo rey.

Margaret sufría no solo por la lejanía con su hijo, sino porque el nuevo rey controlaba el destino del rico, joven y huérfano heredero y lo formaría como un York. Oraba intensamente para que esto no sucediera mientras acunaba la ilusión de que Enrique sería rey. No solo oraba, la joven Margaret era irreducible, tenaz y tan astuta como para poner los huevos en distintas canastas. En 1548 se había casado con Sir Enrique Stafford, próximo a los York, sin dejar de ser una fanática lancasteriana. También Isabel Woodville había perdido a su marido luchando por los Lancaster. Tenía dos niños pequeños y problemas económicos con su suegra.
Aun perteneciendo al bando de los derrotados, tuvo las agallas para esperar, bajo un roble, el pasaje del rey y suplicarle ayuda. Isabel rondaba los 25 años, decían que era la mujer más bella de Inglaterra. Eduardo quedó seducido y se propuso agregar una perla más a la lista de sus conquistas. Philippa Gregory dice “hay historias de que él le puso un cuchillo en su garganta, de que ella le puso el cuchillo en la garganta a él, pero en cualquier caso afirmó que si era poco para ser su esposa, era mucho para ser su concubina.” Una conducta similar asumiría, 6 décadas más tarde, la joven Ana Bolena con el nieto de Isabel Woodville: Enrique VIII.

El rey le propuso matrimonio, aun que por el momento se mantendría secreto. Se llevó a cabo en Grafton Regis, propiedad de los Woodville, el 1 de mayo de 1464, con Jacquetta de Luxemburgo, madre de Isabel como único testigo. Desde entonces, cada noche Eduardo IV se escabullía hasta el castillo de los Woodville para estar con su esposa. El secreto se mantuvo durante cinco meses hasta que el rey decidió hacerlo público. La corte quedó estupefacta; Warwick, el “hacedor de reyes”, furioso. En ese preciso instante negociaba una alianza nupcial con Francia y se encontró con que el rey se había casado sin otro beneficio que el amor y para colmo de males con una Lancaster. No sería su último disgusto.

Por lo bajo se susurraba que sólo había una explicación: Eduardo había sido hechizado. Jacquetta conocía de conjuros, encantamientos y hierbas como para hacer reina a su hija. Este rumor pesaría durablemente sobre la cabeza de Isabel.

El 16 de mayo de 1465 Isabel entró descalza a Westminster, seguida de los lords y ladies de la corte, ante la mirada de numerosos nobles europeos invitados; se postró ante el altar y el arzobispo procedió a su consagración como reina. Ahora era La reina blanca en el trono Rojo de los York.

El primer deber de una reina es la fertilidad; Isabel no decepcionó: tendría otros diez hijos en catorce años: dos morirían en la primera infancia; dos, asesinados en la Torre de Londres; Isabel, la mayor sería reina.
Pronto, los padres de Isabel, sus cinco hermanos y siete hermanas ocuparon un lugar preferencial en la corte. “Los Woodville –dice Gregory-- eran una familia grande, amplia, entusiasta y, según decían, rapaz.” Se hicieron de los mejores cargos y los mejores arreglos matrimoniales.
Warwick no podía soportarlo y comenzó a conspirar. Se alió con Jorge, Duque de Clarence, hermano del rey y personaje muy lejano del santo que nos propone Shakespeare en Ricardo III. La alianza se selló con el matrimonio, en secreto, de Clarence con Isabel, la hija mayor de Warwick, el 11 de julio de 1469, en Calais. Quince días más tarde los ejércitos chocaron en Edgecote Moor, cerca de Oxford. Ese día, Margaret Beaufort sufría la angustia del dilema: su hijo Enrique de 12 años, estaba en el campo de batalla junto a William Herbert, su tutor York. “Estaba fuera de sí, rezando por la derrota de los York, y por la salvación de su hijo.” Milagrosamente obtuvo ambos: los York fueron derrotados, Herbert ejecutado y el niño pudo refugiarse en una casa cercana, donde lo rescató su madre, aunque, por seguridad, lo envió a Francia. No lo vería en los siguientes catorce años.

Warwick, nuevamente con los hilos del poder y con el argumento de limpiar el entorno del rey, encerró a Eduardo IV en el Castillo de Middleham y, le cortó la cabeza al padre y al hermano de la Reina. “Fue acto de pura venganza, conducido por los celos y el odio.” Pero su triunfo fue efímero. Eduardo IV logró escapar, reconquistó el poder con la ayuda de los nobles y de su hermano Ricardo y en marzo de 1470, obligó a Warwick y a su hermano, Jorge, a exiliarse como traidores. El cruce del canal de la Mancha fue terrible para el Hacedor de reyes y sus hijas, aquellas manos más deseadas de Inglaterra.

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Luciano Álvarez

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