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Eran humanos, no héroes

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Tanto los hechos como el itinerario intelectual que componen la biografía de Graciela Fernández Meijide (Buenos Aires, 1931) ayudan a comprender el complejo calidoscopio de la historia del cono sur americano en el último medio siglo.

Tanto los hechos como el itinerario intelectual que componen la biografía de Graciela Fernández Meijide (Buenos Aires, 1931) ayudan a comprender el complejo calidoscopio de la historia del cono sur americano en el último medio siglo.

Rosa Graciela Castagnola, su nombre de soltera, hija de un médico, miembro de la pujante clase media argentina, tuvo una vida felizmente convencional hasta los 46 años. Se crió junto a una pandilla de primos varones, aprendió a leer a los cuatro años y a manejar a los doce. Fue una alumna destacada, buena para los debates, interesada por las ideas políticas y religiosas, ligeramente rebelde a las tradiciones familiares. Se diplomó como profesora de francés y en 1956, se casó con el entonces estudiante de arquitectura Enrique Fernández Meijide. En los siguientes cinco años tuvieron tres hijos.

El temporal de locura que arrasó al país golpeó a su puerta el 23 de octubre de 1976, a las dos de la madrugada: “La primera que se despertó fui yo.” “Policía federal, señora, abra.”

Graciela y Enrique sabían que Pablo, el segundo de sus hijos, de 17 años, no era ajeno a las ideas que cundían entre los estudiantes de la época y pertenecía a un círculo cercano a la juventud guevarista, origen del grupo guerrillero ERP. De todos modos, Graciela, aun hoy está convencida que “Pablo nunca tuvo un arma en sus manos, [aunque] seguro que sí conocía, seguro que sí apoyaba y seguro que le parecía bien.”

“Pablo estaba en el cuarto durmiendo con dos compañeros, los fines de semana los chicos de quedaban mucho en mi casa.” Durante años Graciela relataría una y otra vez los detalles de aquella noche. Revisaron los cuartos, se dirigieron a Pablo: “¿Pablo Enrique Fernández Meijide?”, “Sí”, ¿A ver tu documento?”, “Lo tengo en la campera, en el living”. La madre corrió desesperada a buscar la cédula, imaginando que si la mostraba todo estaría bien. Miraron una lista. “Vos venís con nosotros”. Enrique, su padre, recuerda: “Allí se iba a empezar a poner la campera, primero se puso el pantalón, como todavía hacía frío, mi mujer les dijo varias cosas, primero que por qué se lo llevaban, después le dijimos o le dijo ella más bien, que quería acompañarlo, porque era menor, después le dijo cuando él ya se iba a poner la campera: ‘Pero déjenlo abrigarse que hace frío’. ‘Bueno, vaya a buscarle abrigo’, entonces Graciela se fue hacia el dormitorio de él y le trajo la camisa y un echarpe creo y no sé qué más.” Al salir les dijeron que pasara a buscarlo en la mañana por la comisaría 19.

Esperaron largamente la hora de ir a la comisaría. Al llegar, mientras veían entrar y salir grupos como el que había estado en su casa, recibieron como única respuesta: “Nosotros no hicimos ningún operativo.”
Entonces empezaron a mover cielo y tierra. Enrique incluso logró una entrevista con el terrible general Suárez Masón. Todo inútil. Graciela nunca olvidó aquella “sensación de total y absoluto terror, […] la sensación de haber perdido la ciudadanía, todas esas cosas que una persona de clase media sabe que lo protegen: una comisaría, un abogado, un juez.” Pocas expresiones definen más sintéticamente y mejor, el sufrimiento de los ciudadanos bajo un régimen de terror.

Cada día era una esperanza menos. Cada noche, para poder dormirse Graciela se veía metiéndole un balazo en la frente a los miembros de la junta: Videla, Massera y Viola. En 1978 asumió que no encontraría con vida a su hijo. Dejo su trabajo, los alumnos le recordaban demasiado a Pablo: “No podía plantarme delante de los alumnos y enseñar.”

Entonces se vinculó a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH). Su primera tarea fue “recortar en los diarios noticias donde aparecían muertos en la calle. Lo cual era bastante dramático porque yo temía encontrar allí el nombre de mi hijo.” Poco a poco fueron elaborando lo que llamarían los ficheros de la verdad: “Al principio trabajábamos con un formulario muy elemental, […] Después fuimos agregándoles más preguntas para tener más datos y cada hojita con testimonios, […] después la trasladábamos a una ficha [que] era una manera de corporizar al detenido, la ficha era sagrada, si se caía al piso, todo el mundo paraba para no pisarla. Era muy impresionante, visto a la distancia. A Fernández Meijide “ese respeto casi ceremonial de hacer la ficha, porque era el único lugar donde el desaparecido estaba; en la ficha,” le costaría uno de los disgustos más grandes y una ristra de agravios, años después, al cuestionar la mítica cifra de treinta mil desaparecidos

Con la recuperación democrática, el presidente Raúl Alfonsín la integró a la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas). Un año más tarde se entregaron los resultados. El voluminoso informe final registraba la existencia de 8.961 desaparecidos y de 380 centros clandestinos de detención y se publicó como el Nunca más. Luego se dedicó a la política, con éxito. Miembro del Frepaso, coalición de centro izquierda, fue senadora con cifras impresionantes de votación, luego se integró al gobierno de Fernando de la Rúa. El fracaso y la decepción de esta experiencia la regresaron a sí misma. Era hora de balances y preguntas sobre los años 70: “Porque pasó eso, como pasó en que contexto.”

El resultado fue una visión compleja y crítica del pasado Sus reflexiones se distribuyen en una multiplicad de medios y actividades, de las cuales los libros son una parte importante:

En 2009 publicó La Historia Íntima de los Derechos Humanos en la Argentina y en 2013 Eran humanos, no héroes: Crítica de la violencia política de los 70. En este critica la visión épica de los militantes de los 70 impulsada por el gobierno kirchnerista, protesta contra el abuso político de los muertos y desaparecidos, la idealización de las víctimas y el argumento de que “cayeron los mejores”. “Murieron ‘buenos y malos’ y sobrevivieron ‘buenos y malos’”, dirá. También cuestionó la mitología política de los treinta mil muertos. Era demasiado; el aparato hegemónico de la cultura volcó todas las baterías contra ella. Un capítulo que vale la pena conocer.

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Luciano Álvarez

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