Publicidad

La huida hacia adelante

Compartir esta noticia

En este rincón del mundo vivimos tiempos discepolianos en los que pareciera que «el que no llora no mama y el que no afana es un gil» y donde lo mismo vale «un burro que un gran profesor». Escuchados hoy, estos versos parecieran definir a la perfección el populismo contemporáneo: sus líderes, su corrupción, sus fanáticos, sus incondicionales y sus cínicos. Cambalache es de 1934, tres lustros antes de que su autor se convirtiera, paradójicamente, en un fanático peronista.

En este rincón del mundo vivimos tiempos discepolianos en los que pareciera que «el que no llora no mama y el que no afana es un gil» y donde lo mismo vale «un burro que un gran profesor». Escuchados hoy, estos versos parecieran definir a la perfección el populismo contemporáneo: sus líderes, su corrupción, sus fanáticos, sus incondicionales y sus cínicos. Cambalache es de 1934, tres lustros antes de que su autor se convirtiera, paradójicamente, en un fanático peronista.

Conmovido y absorto ante esta cosmovisión sigo sin comprender cómo es posible que personas razonablemente civilizadas acepten todavía los discursos que alientan la salvaje pretensión del monopolio de la verdad y la consecuente doble moral. Entonces pensé en Macbeth, la tragedia de Shakespeare, cruzada con la verdadera historia del maltratado matador del rey Duncan

En los albores del primer milenio la corona de Escocia era electiva. Macbeth, fiel súbdito del rey Malcolm II es uno de los aspirantes a sucederle. Sin embargo el rey cambió las reglas del juego y designó sucesor a su nieto Duncan que se convirtió en rey en 1034. A diferencia del personaje de Shakespeare ni era viejo ni fue asesinado en su cama. Durante seis años Macbeth sirvió al nuevo monarca hasta que este llevó al reino a fracasadas guerras. Macbeth seguido de otros nobles, se sublevó, lo mató en la batalla de Bothnagowan y asumió el trono. La aspiración de Macbeth coincidía con razones de justicia y la reimplantación de la ley ancestral. El nuevo rey restableció el orden en Escocia y parece ser que fue un monarca popular que reinó durante diecisiete años en un territorio pacífico. Cometiendo la misma falta que Duncan, designó como sucesor a su hijastro Lulach I, el hijo de Lady Macbeth. La muerte lo alcanzó, si no en la batalla, a consecuencia de las heridas recibidas en ella combatiendo la sublevación de Malcolm Canmore.

Tres cosas, al menos, son ciertas en el Macbeth que Shakespeare describió seis siglos más tarde: su original lealtad a Duncan, la ambición al trono y el asesinato de Duncan.

En la escena 2 del acto I un capitán predica sus virtudes guerreras: «…el bravo Macbeth (pues es digno de tal nombre), despreciando a la Fortuna y blandiendo un acero que humeaba de muertes sangrientas, cual favorito del Valor se abrió camino hasta afrontar al infame y, sin mediar adiós ni despedida, lo descosió del ombligo a las mandíbulas y plantó su cabeza en las almenas».

La crítica literaria convencional que establece un carácter excluyente para cada uno de los grandes personajes de Shakespeare ha dictaminado que el resorte dramático de Macbeth es la ambición. Pero, ¿acaso no podría ser también el remordimiento?

No hay duda que en el origen está la ambición. Macbeth y Banquo regresan victoriosos de la guerra al servicio de Duncan, se cruzan con las brujas y estas hacen cuatro profecías: la última, que Macbeth sería rey. Cuando la primera se cumple y Lady Macbeth recibe la carta que relata los curiosos hechos, el proceso se hace irreversible.

Macbeth, el caballero leal, comienza por barruntar la idea y le teme: «Es menor un peligro real que un horror imaginario. La idea del crimen, que no es sino quimera, a tal punto sacude mi entera humanidad que la acción se ahoga en conjeturas y solo es lo que no es» (I, 3). Macbeth llega al crimen a través de la imaginación, de la rumiación de una idea. El célebre crítico Harold Bloom dice: «Macbeth nos aterra en parte porque ese aspecto de nuestra propia imaginación es efectivamente aterrador, parece convertirnos en asesinos, ladrones, usurpadores y violadores».

Lady Macbeth conoce la diferencia entre el pensamiento y la acción: «…serás lo que te anuncian. Pero temo tu carácter: está muy empapado de leche de bondad para tomar los atajos. Tú quieres ser grande y no te falta ambición, pero sí la maldad que debe acompañarla. […] Tú codicias lo que clama: “Eso has de hacer si me deseas”, y hacer eso te infunde más pavor que deseo de no hacerlo» (I, 5).

Mientras Macbeth carece de voluntad su esposa es pura voluntad, dice Bloom y así se prepara: «Venid a mí, espíritus que servís a propósitos de muerte, quitadme la ternura y llenadme de los pies a la cabeza de la más ciega crueldad. Espesadme la sangre, tapad toda entrada y acceso a la piedad para que ni pesar ni incitación al sentimiento quebranten mi fiero designio, ni intercedan entre él y su efecto» (I, 5).

Macbeth es lúcido respecto a las consecuencias del crimen: «Si darle fin ya fuera el fin, más valdría darle fin pronto; si el crimen pudiera echar la red y atrapar mi suerte con [la muerte de Duncan]; si el golpe todo fuese y todo terminase, aquí y solo aquí […] Pero […] damos lecciones de sangre que regresan atormentando al instructor: la ecuánime justicia ofrece a nuestros labios el veneno de nuestro propio cáliz. […] No tengo otra espuela para aguijonear los flancos de mi voluntad, a no ser mi honda ambición, que salta en demasía y me arroja del otro lado…» (I, 7).

Lady Macbeth no duda y le recuerda, literalmente que «el que quiera pescado que se moje»: «¿Quieres lograr lo que estimas ornamento de la vida y en tu propia estimación vivir como un cobarde, poniendo el “no me atrevo” al servicio del “quiero” como el gato del re-frán?» (I,7)

Apenas cometido el crimen Macbeth prevé los dolores del remordimiento: «Me pareció oír una voz que gritaba: ¡No dormirás más!... ¡Macbeth ha asesinado el sueño!, el sueño inocente…» (II,1).

Cumplida su misión, Shakespeare hace desaparecer a Lady Macbeth después del acto III, escena 4, salvo un breve regreso en estado de locura al principio del acto V. Pero entretanto se ha desmoronado, destruida por un remordimiento que la llevará al suicidio.

Mientras Lady Macbeth sucumbe al remordimiento, Macbeth parece perderlo en su huida hacia adelante. Dice Bloom que la «ferocidad de Macbeth como máquina de matar excede incluso la de los grandes carniceros shakespereanos».

Ahora, imaginemos un Macbeth respaldado por un aparato político o el Estado, capaces de justificar sus crímenes, cuando se convierte en ideología y sentido común. ¿Hay lugar para el remordimiento y el consecuente arrepentimiento? Es una pregunta pendiente: los grandes criminales y sus regímenes han tenido la complicidad de pueblos enteros. Los ladrones y mentirosos contemporáneos también.

SEGUIR
Luciano Álvarez

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad