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La heroicidad serena

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Aceguá, 24 de setiembre de 1904. Dos semanas habían transcurrido desde la muerte de Aparicio Saravia. Pedro Manini Ríos y Luis Alberto de Herrera, jóvenes universitarios que habían participado activamente en la lucha, concluyen la redacción del pacto de paz, “ardua y detalladamente negociado” -dice Romeo Pérez- a lo largo de esas semanas, en representación de las partes en lucha.

Aceguá, 24 de setiembre de 1904. Dos semanas habían transcurrido desde la muerte de Aparicio Saravia. Pedro Manini Ríos y Luis Alberto de Herrera, jóvenes universitarios que habían participado activamente en la lucha, concluyen la redacción del pacto de paz, “ardua y detalladamente negociado” -dice Romeo Pérez- a lo largo de esas semanas, en representación de las partes en lucha.

El artículo 8º dice: “El Gobierno incluirá entre los asuntos de las sesiones extraordinarias, la reforma de la Constitución, quedando el Poder Legislativo en completa libertad para decretarla o no, y a sancionar en el primer caso, las reformas que juzgue convenientes”.
Luego, José Batlle y Ordóñez, el gran triunfador, impuso la concepción colorada de “gobierno de partido” y la reforzó con una nueva reglamentación electoral que ampliaba el número de diputados y disminuía la representación de las minorías: en las elecciones de 1905 hubo un diputado colorado cada 593 votos, y un nacionalista cada 779.

Recién a partir de 1907 el comprometido proceso de reforma constitucional inició su lento camino. El 30 de julio de 1916 se produce el hecho decisivo y refundacional de un nuevo pacto democrático: la elección de la Convención Nacional Constituyente apelando por primera vez al voto secreto y universal masculino y representación casi proporcional. En octubre de 1917 la asamblea concluyó sus trabajos y en noviembre el plebiscito de ratificación arrojó un total de 84.992 votos por “Sí” y solo 4.330 por “No”.

Se cerraba así un intrincado y disputado proceso. No hay dudas de que el partido Colorado no quería dar un paso en falso que arriesgara su posición de privilegio. Pero no es menos cierto que hubo grandeza en quienes pocos años atrás habían salido victoriosos de una guerra civil, mientras que el partido Nacional lograba las garantías democráticas por las que había luchado largamente. El 22 de setiembre de 1904, en las negociaciones de Aceguá, Luis Alberto de Herrera, en nombre del partido, había propuesto, sin éxito, una serie de postulados que ahora se consagraban.

Washington Beltrán, miembro informante de la Comisión Redactora de una nueva Carta Magna, los expuso. En primer lugar, la ampliación del padrón era una nueva garantía y la consagración de la igualdad cívica: “El analfabeto, el peón, el jornalero, podrán presentarse ante las urnas, valiendo tanto como el universitario o el potentado. Nadie podrá decir a otro: «soy más soberano que tú»”. A su vez, “la incorporación de la juventud en la política [mediante la habilitación a los 18 años] trae nuevos idealismos, nuevas esperanzas, romanticismos y quimeras, pero necesarios a veces para atenuar un poco las duras realidades del ambiente”. Faltaba el voto a la mujer, pero este podría aprobarse por ley, con dos tercios de votos del total de miembros de cada Cámara y tendría su primera experiencia diez años más tarde.

También subrayaba el valor de la inscripción obligatoria y las garantías del voto, tal como han sido respetadas hasta hoy: “Suprimid el ‘isoloir’, el sobre opaco, las listas del mismo tamaño o la nulidad que entraña la testadura o las marcas en las listas de votación y el sufragio secreto quedará burlado”.

La revitalización del Parlamento era otra conquista. Ya no sería “solamente una máquina que fabrique leyes”. “Establecemos un artículo en virtud del cual el Parlamento podrá nombrar comisiones […] para saber lo que ocurre en el país”. A su vez, el derecho a la interpelación y el pedido de informes “será un derecho de la minoría”.

La representación proporcional fue otra conquista duradera. “Son muy escasos -dicen Buquet y Castellanos- los países en el mundo (Dinamarca, Holanda, Israel) con una proporcionalidad con el grado de exactitud que exhibe la nuestra.”

En 1930 Juan Andrés Ramírez escribiría: “Obra imperfecta creada por hombres y servida por hombres, la Constitución no ha producido ciertamente un régimen ideal. […] Pero no hay parias en el seno de la patria: todos los ciudadanos sienten el amparo de la ley, […] todos participan por medio del voto, en el gobierno de la nación.”

Desde 1918 “nuestro país merece la caracterización de estado de consenso”, dirá Romeo Pérez en 1988. Antes, Real de Azúa había acuñado su célebre definición de una “sociedad amortiguadora” dada la “opinión de que en el Uruguay los conflictos sociales y políticos no llegan a la explosión, de que toda tensión se ‘compone’ o ‘compromete’, al final, en un acuerdo”. Germán Rama, con cierto disgusto, habló de una sociedad hiperintegradora: “La integración democrática estableció en el largo plazo la identidad de la sociedad uruguaya, pero su precio en el corto plazo fue un consenso integrador que implicaba un freno al cambio”.

El pacto refundacional del 17 no abarató ni destiñó las diferentes convicciones partidarias.

Carlos Pareja se admira, con razón, como por un lado “los principales dirigentes batllistas han seguido cultivando una lealtad sin fisuras a aquel libreto democrático mayoritarista y exclusivista” y por otro lado “aceptaron y tornaron normal en el plano práctico a algunos de los principales componentes del libreto nacionalista: el pluripartidismo, el lugar y la gravitación otorgados a las opciones minoritarias, el recurso a las consultas y a las colaboraciones interpartidarias a los efectos de legitimar los fallos legislativos y el ejercicio de la autoridad institucional”.

Tan fundamental ha sido que aun en los momentos más oscuros, los uruguayos, a través de sus partidos políticos, negociaron lo negociable -no pocas veces imperfecto- con el fin de restablecer sus principios de convivencia. “Al fin y al cabo no salimos a los tiros, salimos negociando”, llegó a consentir el general Julio César Rapela, uno de los duros de la última dictadura.

El día en que el Uruguay se recupere, si es que sucede, del neojacobinismo que nos aflige, debieran conmemorarse grandes eventos patrios como el plebiscito del 30 de noviembre de 1980 o El río de libertad del 27 de noviembre de 1983, cuando la ciudadanía uruguaya juró fidelidad a una democracia cuya clave de bóveda fue aquella jornada del 30 de julio de 1916. Cualquiera de estos gestos de heroicidad serena valieron más que cien batallas y debieran incluirse en un nuevo repertorio de fechas patrias.

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Luciano Álvarez

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