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El Estado beligerante

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El Dr. Sanguinetti me hace el honor de refutar, en estas páginas (17/6/2016) mis reflexiones sobre el batllismo como una forma de jacobinismo y su deriva anticlerical. Procuraré estar a su altura en las reflexiones que siguen, en un tema que, sin duda, “da para varios libros”.

El Dr. Sanguinetti me hace el honor de refutar, en estas páginas (17/6/2016) mis reflexiones sobre el batllismo como una forma de jacobinismo y su deriva anticlerical. Procuraré estar a su altura en las reflexiones que siguen, en un tema que, sin duda, “da para varios libros”.

Comienzo por algunos reconocimientos y acuerdos. Si bien digo que el batllismo mantiene aún “pujos jacobinos”, no dudo que los dos expresidentes Sanguinetti y Jorge Batlle, al menos, han dado muestras, como gobernantes y como intelectuales, de no abrigarlos.

En segundo lugar, dice Sanguinetti que “el proceso de secularización fue una larga lucha cuyo primer hito podría ubicarse en la presidencia de Bernardo Berro, [blanco], en 1861...” Ciertamente, la laicidad ha sido un avance que honra nuestra tradición política y no la inaugura el partido Colorado. Una prueba es que el referido intento proporcionó una bandera clerical al colorado Venancio Flores para alzarse contra Berro: la Cruzada Libertadora. Salvo este inciso propagandístico de Flores, las medidas civiles y no dogmáticas en pos de la laicidad, que culminan en la Constitución de 1917, fueron tempranas y no se pagaron ni con violencia ni con sangre. Por el contrario, y a modo de primer ejemplo, en España se intentan recién con la Segunda República, en 1931, en medio de todo tipo de algaradas sangrientas, prolegómenos de una espantosa guerra civil.

Coincidimos, pues, en que el “Estado laico es una expresión profunda de la filosofía liberal” y no solamente está consagrado en la constitución sino que “forma parte del ADN uruguayo”. Ahora las diferencias.

Paul Cliteur, un jurista y filósofo holandés actual, ateo por más señas, propone cinco modelos de relación entre Iglesia y Estado; los ordena así: 1) El “ateísmo político” o “ateísmo totalitario”, como doctrina estatal, “creado en 1917; sus ideólogos fueron Lenin y Stalin”. 2) Estado religiosamente neutral o laico, tal como lo consagra nuestra constitución y la mayoría de los países occidentales. 3) El Estado “multirreligioso” o “multicultural”, “que trata a todas las religiones por igual porque las ayuda a todas en la misma medida”. Finlandia estaría en esta categoría. 4) Estado confesional, que tiene una Iglesia oficial. En Europa se destacan los casos de Inglaterra, Dinamarca e Islandia; Argentina, Costa Rica y República Dominicana, en América. 5) El Estado teocrático. “En este modelo hay una religión que es favorecida por encima de las demás, que son suprimidas con brutalidad, a menudo por medio de prohibiciones legales e incluso por la fuerza”.

Me atrevo a proponer una sexta categoría: “El Estado beligerante”, particularmente activo durante un siglo que comienza en la mitad del XIX, caracterizado por promover una laicidad formal, en el nivel constitucional, pero que al mismo tiempo se implica en una lucha antirreligiosa.

Hay tres ejemplos característicos de este laicismo llevado a cabo por un “Estado beligerante”: México, Francia y Uruguay.

México, a partir de Benito Juárez en 1855 y hasta fines de la década de 1930, es sin duda la versión más extrema y sangrienta, que llega al punto de pretender la supresión de la Iglesia Católica y a la eliminación física de buena parte del clero. El otro es la III República francesa, el más cercano e influyente sobre el Uruguay.

Sorprende el número de medidas similares en ambos países. Francia llegó hasta el ridículo de prohibir el porte de la sotana por la calle, o el artículo 27 de la ley de 1905 por el que distinguía el tañer de las campanas de las iglesias entre civiles y religiosos, estos últimos debían ser autorizados por el alcalde, so pena de multa.

Pero hubo casos en los que el Uruguay fue más lejos. Mientras que los anticlericales franceses respondían a la abstinencia de comer carne en Viernes Santo con la celebración de banquetes del simbólico cordero pascual, en el Uruguay el gobierno inventó y promulgó la Semana de Turismo.

Sería injusto y he aquí una nueva coincidencia con Sanguinetti, negar que ese “Estado beligerante” se enfrenta a una Iglesia Católica marcada a fuego por el pensamiento de Pío IX (1846 - 1878), el papado más largo de la Iglesia, que promulgó en 1864, la encíclica “Quanta Cura”, acompañada de un documento terrible, el “Syllabus”, “Listado recopilatorio de los [80] principales errores de nuestro tiempo”, donde reafirma que la religión católica debe ser la religión de Estado y condena la libertad de culto, pensamiento, imprenta y conciencia. Destaca la tesis que afirma que el Romano pontífice no puede conciliarse con el progreso, el liberalismo y la cultura moderna. Este proceso llega a su culminación en el Concilio vaticano I que consagra la infalibilidad pontificia y acorrala a los liberales católicos, como el cardenal New-man, o Montalembert, que terminaron, como tantos hombres probos y mesurados, resultando “demasiado católicos para los liberales y demasiado liberales para los católicos,” tal como le dijo el primer ministro Gladstone a su amigo lord Acton.

Sin embargo llama la atención, a la luz de la Historia y la literatura disponible en periódicos y libros, que el anticlericalismo francés o uruguayo ocupaba su predicación no solo contra el “clero” y el aparato orgánico-político de la Iglesia o sobre los asuntos civiles como las virtudes de la separación de Iglesia y Estado, sino, sobre todo, en denostar textos, creencias, ritos y prácticas de las religiones cristianas, particularmente la Católica.

En nuestro país, Batlle y Ordóñez provee de innumerables ejemplos en las páginas de El Día. Esa actitud resulta más propia del jacobinismo que del liberalismo y su correlativa tolerancia laica.

En un libro esclarecedor -Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay batllista, de Pablo da Silveira y Susana Monreal- esta se pregunta sobre las razones de ese fenómeno tan fuerte “en la peculiar sociedad uruguaya, tardía y débilmente cristianizada,” puesto que aquí no se trataba de quitarse el peso de una Iglesia poderosa como sucedió en Francia, Bélgica, los países ibéricos, Italia o México.

Mi hipótesis es que la descristianización del Uruguay formaba parte de un proyecto político más amplio. (Continuará).

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Luciano Álvarez

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