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La audacia de los corruptos

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El 8 de abril de 1605 nació en Valladolid el primer hijo varón del rey Felipe III (1578-1621). Era un viernes santo, cuando las celebraciones seculares estaban rigurosamente prohibidas. Sin embargo, la buena nueva acometió contra los preceptos; los festejos fueron tales que el cronista Gil González Dávila, no dudó en referirse a ellos como “un estilo nuevo de grandeza”.

El 8 de abril de 1605 nació en Valladolid el primer hijo varón del rey Felipe III (1578-1621). Era un viernes santo, cuando las celebraciones seculares estaban rigurosamente prohibidas. Sin embargo, la buena nueva acometió contra los preceptos; los festejos fueron tales que el cronista Gil González Dávila, no dudó en referirse a ellos como “un estilo nuevo de grandeza”.

Al son de la música de Tomás Luis de Vitoria, el más grande de los polifonistas, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes (que en esos mismos días había publicado la primera parte del Quijote) y Luis de Góngora escribían sobre y para aquellas fiestas.

“Gastamos un millón en quince días / en darles joyas, hospedaje y vino. /Hicimos un alarde o desatino / y unas fiestas que fueron tropelías”, decía Góngora en un soneto.

Una delegación inglesa fue testigo “de una corte joven, refinada y llena de entusiasmo, cuyo impacto estaba destinado a sentirse en toda Europa”, dice el historiador Patrick Williams. La austeridad conventual de Felipe II había dado paso al nacimiento de la corte barroca.

El gran artífice de aquella desmesura era Francisco de Sandoval y Rojas (1553 -1625), duque de Lerma y valido del rey, una suerte de primer ministro.

En el gobierno de las Españas nada se hacía sin su conocimiento y aprobación. Felipe III, aunque era capaz para asuntos políticos y de gobierno, carecía de interés en ellos. Prefería el teatro, la pintura, la danza, las corridas de toros, la equitación, los juegos de cartas y la caza. Confiaba ciegamente en el duque de Lerma, quien le había acompañado desde su juventud.

Hijo de una familia noble con larga tradición al servicio de la corona, pero cuyos días de gloria y riqueza habían pasado, el valido había preparado concienzudamente su carrera.

Lerma se tomó en serio sus tareas de gobierno, con éxitos y fracasos. Impuso una política exterior pacifista, reconociendo con realismo las dificultades financieras y militares por las que atravesaba el país. La hacienda real mejoró. Llevó a cabo una reforma de los órganos de gobierno para ganar en agilidad, coherencia y ejecutividad, aunque con pocos resultados, salvo el de practicar un escandaloso nepotismo.

También mejoró considerablemente la explotación de los metales americanos y expulsó a los laboriosos moriscos, base de la agricultura meridional. El resultado se sentiría durante siglos: España se convirtió en un país rentista que dilapidaba una avalancha de oro y plata. La inflación llegó al 107% en la primera mitad del siglo XVII. Don Francisco de Quevedo lo expuso mejor que un economista: “Que pues doblón o sencillo / hace todo cuanto quiero, / poderoso caballero / es don Dinero. /Nace en las Indias honrado, / donde el mundo le acompaña; / viene a morir en España, /y es en Génova enterrado.”

Si bien, en un principio, Lerma se mostró cauto tanto para disimular su poder como para exhibirlo en público, pronto lo hizo sin pudor, no sólo tomando la dirección de todas las ceremonias y festejos, sino eclipsando al rey en aspectos tales como el mecenazgo. Su pinacoteca tenía, entre muchas, obras de El Greco, Tiziano, Rubens, Fra Angelico y El Bosco. Incluso llegó más lejos cuando, en 1603, pasó por Valladolid un joven pintor de 26 años, Pieter Paul Rubens. Lerma le encargó un gran retrato ecuestre. Hasta entonces, ese privilegio había sido exclusivo de la realeza; el paradigma era el Carlos V a caballo en Muhlberg, de Tiziano (1548, Museo del Prado, 335 cm x 283 cm). Rubens trabajó varios meses y el resultado es una belleza de 283 cm x 200 cm con el duque de Lerma montado en un magnífico y blanco semental napolitano. También puede verse en El Prado.

El duque de Lerma era un corrupto. Había puesto en marcha una maquinaria -basada preferentemente en sus parientes- de tráfico de influencias, sobrefacturación, malversación de fondos, nepotismo, clientelismo y especulación.

Su golpe perfecto fue la doble mudanza de la corte. En tiempos de los Reyes Católicos y aun Carlos V, ésta no tenía plaza fija, aunque “Villa por villa, Valladolid es Castilla”, se decía. En 1559 Felipe II decidió fijarla en Madrid hasta que Lerma convenció al rey de trasladarla a Valladolid. La corte era un mundo de gente, desde administrativos, sacerdotes, médicos, artistas, escritores, comediantes, barberos o carpinteros, hasta usureros y maleantes.

Previamente el duque había comprado o forzado a vender, los edificios y palacios más importantes de la ciudad y sus cercanías; entre ellos, el gran palacio del marqués de Camarasa, para su propio uso. El 9 de febrero de 1601, Felipe III entró solemnemente a una ciudad que, curiosamente, carecía de palacio real. Gentilmente, Lerma ofreció venderle el suyo, argumentando además que había invertido 186.393 ducados en mejoras. El rey pagó y Lerma no sólo hizo un fabuloso negocio, sino que, nombrado alcaide perpetuo del palacio, siguió viviendo en él. Mientras, en Madrid los precios se desplomaron y el duque se dedicó a comprar casas allí.

En 1605 el corregidor y varios regidores madrileños ofrecieron al rey la vuelta a una ciudad más amplia y capaz, más céntrica y hasta más sana que Valladolid, topeada en los límites de sus posibilidades, ofreciéndole, además, “servirle” con 250.000 ducados en diez años y la sexta parte de los alquileres de las casas durante ese mismo período. El 4 de marzo de 1606 la corte salió de Valladolid camino a Madrid, muchas de cuyas propiedades pertenecían ahora al duque de Lerma. Sus bolsillos estaban llenos, demasiado llenos. Así y todo, mantuvo sus cargos doce años más hasta que cayó en desgracia. Su mano derecha, Rodrigo Calderón, fue ejecutado el 21 de octubre de 1621 y Lerma logró salvarse con la ayuda papal; se hizo nombrar cardenal. Quedó el dicho popular: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se vistió de colorado”.

Siempre me ha intrigado la audacia de los grandes corruptos; los estudiosos dicen que es un tipo específico de psicopatía. Esta teoría cierra con una historia que me contaron hace poco, muy poco, y con gusto le pondría nombres si tuviese pruebas. Un jerarca público le ofreció un oscuro negocio a uno de sus proveedores; ante su cara de sorpresa, el jerarca le dio una palmadita diciéndole: “Che, estas cosas hay que hacerlas sin culpa”.

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Luciano Álvarez

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