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Tiró la chancleta

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Que el Presidente haya acudido en chancleta a la asunción de un Ministro fue un dislate. Lo habría sido siempre. Pero más lo fue en estos días, tan luego en el estreno de un nuevo titular de Economía y Finanzas designado entre los apurones de un recambio forzado por la salida abrupta del anterior, imputado de abuso de funciones por saltarse al galope todas las formalidades y empujar un aval del BROU que terminó en el remate más fraudulento que se recuerde.

Que el Presidente haya acudido en chancleta a la asunción de un Ministro fue un dislate. Lo habría sido siempre. Pero más lo fue en estos días, tan luego en el estreno de un nuevo titular de Economía y Finanzas designado entre los apurones de un recambio forzado por la salida abrupta del anterior, imputado de abuso de funciones por saltarse al galope todas las formalidades y empujar un aval del BROU que terminó en el remate más fraudulento que se recuerde.

¿Era ese el momento para presentarse piola? ¿O era la hora grave de asumir la solemnidad representativa exigida por la coyuntura? ¡Por favor! Era el instante para mostrar estatura, grandeza y sentimientos normativos. Y no para provocar adivinanzas peyorativas para nuestro país, como la que planteó INFOBAE con la pregunta “¿De qué Jefe de Estado son esos pies?” aplicada a las fotos —circulación mundial garantida— con el Presidente Mujica flanqueado en el estrado por el permanente Astori y el entrante Bergara, pero repantigado y con los pies al aire, denotando que, peor aun que calzar la chancleta, la tiró.

Desde chicos aprendimos qué es eso de tirar la chancleta. Pero hoy, merced a la apertura de la Real Academia al habla de todos los pueblos hispanohablantes, “tirar la chancleta” se recoge en el diccionario mayor como locución uruguaya y argentina. Es definida en abstracto como “abandonar las pautas de comportamiento tradicional” o “darse súbita e inesperadamente a una conducta más liberada”: en concreto, significa mandar al diablo las normas y plantificarse ante los demás con pinta de “bueno ¿y qué?” y “me tienen que aguantar y punto”.

Y eso que describe el diccionario es lo que realmente pasó, colmando la paciencia de una ciudadanía que ha sufrido un crescendo continuo, y penoso, desplegado por el Presidente para descoyuntar normas, subvertir reglas, proponer malos ejemplos y entreverar valores, con el mensaje de quien parece despreciarlo todo.

La cuestión tiene que ver mucho más con el estilo que practica que con las tesis que sustenta. Por nuestra parte, tiempo atrás recibimos hasta con simpatía que el entonces nuevo Presidente venciera tabúes y tirase sobre la mesa temas removedores. Dijimos que había ventaja en poner al pensamiento ciudadano en estado de asamblea. Lo mantenemos. Y precisamente porque el Uruguay reclama una tormenta de ideas, señalamos hoy que presentarse sin el aliño propio de un Presidente es no sólo violar reglas de decoro cuyo cumplimiento se reclama a cualquier modesto funcionario público: es, además, refocilarse en lo antiestético, es idealizar lo burdo y es instaurar una regresión, sin aportar absolutamente nada.

El desaliño ofensivo no es bandera de lucha. No es tema de burguesía y proletariado: la civilidad vale más allá de la posición social o económica de cada uno. Un día con una alusión genital, otro día con una respuesta despreciativa, otro día con un calzado vejatorio, ¡vaya si ha caído el pensamiento gobernante!

Por eso, contra la indignación que provoca el exabrupto podológico inferido, de nada vale el aplauso que le obsequian algunos de afuera.
No vale, porque ninguno de los que escriben desde el hemisferio norte ha sabido cuán duro es soportar el goteo de malos ejemplos presidenciales que atacan directamente a la cultura. Y no valen, porque está a la vista que el gobierno necesita mucho más cabeza y fajina que pies en chancletas.

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Leonardo Guzmán

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