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La libertad que renace

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Apartir de ciertas doctrinas, hemos vivido una larga temporada en que la palabra libertad ha venido aplicándose a proteger el derecho a darse los gustos y a satisfacer los instintos.

Apartir de ciertas doctrinas, hemos vivido una larga temporada en que la palabra libertad ha venido aplicándose a proteger el derecho a darse los gustos y a satisfacer los instintos.

En nombre de “tu libertad” se ha pedido que te identifiques con una gaseosa, te distingas con una grifa y te entregues con entusiasmo a todo lo que le dé gusto al cuerpo. En esa línea, ser libre pasó a ser sinónimo de pasarlo bien en todo lo elemental.

La idea no fue nueva: es el predominio de una filosofía del placer que en realidad es el viejo epicureísmo, reducido a cotillón.
Por ese camino, en dos o tres generaciones pasamos de vivir entre mojigatos y trajeados a deambular entre impúdicos y semidesnudos. En el lenguaje —incluso oficial— la precisión afinada del concepto se sustituyó con gruesas palabrotas con base intestino-genital. La conciencia crítica de las costumbres cedió el paso a la aceptación silenciosa de cualquier cosa.

En nombre de la libertad de cada uno, no sólo se reformó el Código Civil para que lo que no era ni matrimonio ni concubinato llegara a parecerlo. Y hasta se rebajó el interés de los padres por inculcar valores y se arrancó de cuajo la pasión por dar el ejemplo, reemplazada de un saque por un único cartel luminoso que le da pábulo a los cultores de la marihuana, el alcohol y otros venenos, con una leyenda que queda encendida día y noche: Cada cual hace lo que se le canta.

Pero ocurre que la libertad en serio nunca consistió en la facilitación de los gustos sino en el ejercicio de la facultad de examinar, criticar y resolver… por un razonar riguroso, en cadena, fuerte, que se llama deliberación porque libera por dentro a sus protagonistas y exige lógica porque lo rige un logos. Tan es esto así que la moderna libertad política nació cuando la Ilustración acuñó el valor de la libertad de pensamiento.
La paradoja de la segunda mitad del siglo XX es que, habiendo tapizado el mundo con toda suerte de declaraciones de derechos, haya sembrado a manos llenas la absurda idea de que la libertad consiste en tener y gozar pero no en afirmar valores a partir de los cuales vivir.

El efecto ha sido el vaciamiento de los contenidos de la libertad y de la persona. Y el resultado está a la vista: la pereza mental se disfrazó de relativismo; en medio de una pobreza conceptual que llega al límite de la caquexia y de una resignación valorativa que resulta paralizante, se nos han instalado todas las formas de promiscuidad, repartidas a los cuatro vientos por la velocidad con que puede filmarse y profanarse lo íntimo subiéndolo a Internet.

Ante semejante cuadro, quedaríamos sin ninguna esperanza de resurgimiento si la gravedad de los hechos no estuviera imponiéndole a todo ciudadano lúcido, nuevas y profundas reflexiones que —como lo hizo Sócrates sobre Atenas— lo espolean y lo mantienen despierto.
Los cuadros desgarradores a que ha llegado la desorganización mental, ya no se pueden enmascarar con rótulos cómodos cuya apariencia científica hoy no disimulan la nada que dicen.

Comodines vacíos, tales como atribuir las desgracias a “un fenómeno sociocultural” o a “una problemática del contexto” ya no atajan la voluntad de pensar de los que despiertan sobrecogidos ante la realidad.
Es que la libertad renace otra vez en su fuente natural, que es la criatura humana. Por eso, no importa que la hayan vaciado durante unas décadas.

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Leonardo Guzmán

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