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En honor a Maggi

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Carlos Maggi superó todos los promedios vitales y se fue en un instante. Ni él era un promedio ni su vida fue fugaz. Al contrario. Volcado al diario y la radio que pasan, encarnó y sembró inquietudes personales que no pasan.

Carlos Maggi superó todos los promedios vitales y se fue en un instante. Ni él era un promedio ni su vida fue fugaz. Al contrario. Volcado al diario y la radio que pasan, encarnó y sembró inquietudes personales que no pasan.

Abogado de fuste, por largas décadas fue la prueba andante de que la cultura es savia perenne en la lucha por el Derecho, no como creen quienes lo aíslan de lo humano y lo reducen a herramienta.

Su voz y su pluma asumían en la prensa la misión del coro griego que intermediaba entre los hechos y el público para explicar y orientar. Tano, pensaba y escribía con la mezcla de facundia y precisión que vigoriza a la prosa italiana. Latino, combinaba el rigor del raciocinio con la pulsión anárquica del hombre libre.

Fue intérprete del Uruguay entrañable, íntimo, donde ideales, sueños, sentimientos y sensiblerías se abrazan en crepúsculos coloquiales y no doctorales.

A contramano de las brutalidades que hoy importamos y acuñamos, Maggi conservó la limpidez de la crónica de costumbres, no solo para co-mentar (mentar juntos) lo que pasa, sino para clavar en nuestra vida diaria el resorte de la reflexión, la semilla de la respuesta, el ubique de la humorada y la voluntad de construir un destino. Esa función, acuñada en España por Mariano José de Larra, hizo mucho más que contar. Empujó a pensar. Forjó un alerta crítico en nuestra ciudadanía, con plumas de la talla de Sansón Carrasco (Daniel Muñoz), Isidro Mas de Ayala, Wimpi (Arthur Núñez García), Ceti (Antonio Cetinic) y los Lobizones Scheck. A esa raza simple pero profunda perteneció Maggi.

Fue capaz de mudar sus convicciones dando razones. No era un ideólogo esclerosado, de esos que por adentro se repiten la letanía de los fanáticos: “Yo ya tengo mi opinión formada, no me vengan con hechos.” Al revés: Maggi podía blandir con orgullo la justificación de Unamuno: “Me contradigo porque estoy vivo”.

En el elenco de Emiliano Cotelo descollaba su mente abierta, que brillaba pacifista en un país donde tantos hacen ruido para impedir reconciliaciones.

Salió al cruce de la moda dominante del Producto Bruto Interno, con su crónica sobre el Producto Culto Interno, donde siempre partía de una plataforma de hechos para elevarse a las exigencias del sentir y el pensar.

Pues bien. En los días de su partida, el Uruguay lo despidió multiplicando materiales que permiten evaluar el estado actual de nuestro Producto Culto.

Ejemplos: en la Colonia Etchepare, ahora murió un internado a golpes; un cadáver fue vilipendiado en el Hospital de Clínicas por estudiantes de último año; el Ministro Fernández Huidobro se reconoce insultado por sus correligionarios, ¡más vehementes que él! ¿A qué seguir? ¿O acaso no sentimos que la decadencia cultural ya no transita solo en la educación ni en la iniciativa privada o pública sino que lo infecta todo? ¿O acaso podemos seguir callando la deuda filosófica y práctica que el Uruguay tiene con los hombres de la calidad de Maggi, que, por encima de su especialidad, se adentran en los recovecos del error y alzan el espíritu hacia el bien?

En sus exequias, le rindieron homenaje el gobierno y la oposición. Fue justo: ante uno y otro, Carlos se irguió independiente, pensador por sí mismo.

Pero ¿cómo lo honra la actualidad nacional? Exhibiendo sin pudor cuán lejos estamos del Producto Culto que él defendió y evidenciando cuán patético es nuestro compromiso con el ideal humanista que en él latió.

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Leonardo Guzmán

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