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Fanatismo y corrosión

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Continuadoras de los crímenes de Al Qaeda y las brutalidades de los Ayatolás, las atrocidades yihadistas en la frontera sirio-iraquí nos enfrentan a una verdad patética: ¡el siglo XXI está en guerra de religión!
Con la creación despiadada de un “Estado Islámico” que ningún gobierno reconoce, quedamos perplejos. Es el fruto de un fanatismo en expansión que usa a gran escala el ruin recurso del ataque a traición: en la AMIA hace 20 años, en las Torres Gemelas hace 13 años, en el metro de Santiago hace 3 días.

Desde nuestro país laico y conviviente, las matanzas por fe resultan incomprensibles y repugnantes. En el Uruguay, hay una ética, asentada en la libertad, que le da primacía al hombre sobre las divergencias religiosas o filosóficas. Por eso, los horrores del yihadismo nos duelen en los huesos; y no nos consuela la promesa de victoria con que Obama anunció que ampliará su intervención militar: a los crímenes hay que reprimirlos con la fuerza, sí, pero las bombas no bastan para derrotar al fanatismo, porque hay que combatirlo donde nace, que es entre el corazón y el cráneo de sus posesos.

Puesto que aquí no nos agredimos por los credos, la experiencia nacional en la convivencia liberal de religiones merece enseñarse urbi et orbe; pero en cuanto al fanatismo, en el Uruguay ni estamos inmunes ni hacemos lo debido.

El mayor antídoto contra la intolerancia es pensar por cuenta propia, oyendo al otro: reflexionar sin miedo y en voz alta con el adversario. Discutir, que no es pelear sino confrontar hechos y razones.
Ese hábito, que coloca a la libertad en traje de fajina, debe practicarse sin sentir, como quien respira. Pero se lo enseña poco y mal en el liceo, se lo condiciona y hay quien lo rehúye en la batalla electoral y se apaga en las costumbres diarias.

El resultado es la proliferación de un tipo humano que no elabora convicciones, carece de lenguaje para la emoción y empobrece sus respuestas. Ha segregado un tabique aislante de indiferencia, que separa su conciencia de las desgracias públicas. Sustituye la riqueza de la polémica por el comentario flotante sobre las encuestas, olvidando que votar, elegir y vivir en democracia no consiste en seguirles el tren a los que recuentan rebaños o practican la adivinación preelectoral. Y olvida también que sólo nos ascendemos a personas si convertimos a la lucha diaria en fuente de reflexiones leudantes para los principios.

En la medida en que se generan grupos de gestión repletos de reglas de procedimiento pero sin compromiso ni hondura personal, se abre camino a la irracionalidad. En la medida en que, sepultando matices, se corta grueso, en vez de seres independientes se alientan los bandos irracionales y el ambular zombi.

Eso apaga la tradición de nuestros partidos, hechos de ciudadanos libres, que entrecruzamos posiciones —a favor o en contra de bajar la edad de imputabilidad, del aborto, de la misión militar en Haití—, procurando tamizar racionalmente las propuestas extremas y hacer trabajar el espíritu por encima de las presiones de sindicatos obreros o patronales.

Si en vez de esa tradición, seguimos tolerando la decisión en cúpulas impenetrables y dejando a cada uno aislado y recocinándose en su propia salsa, abriremos la puerta a nuevas formas de fanatismo, que no serán religiosas como las de Medio Oriente, pero pueden corroer la libertad a fuerza de fabricar distraídos cuando menos falta hacen.

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Leonardo Guzmán

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