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El fin de una época

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Enseguida de procesado, el ex Ministro Lorenzo salió sonriente, alentado por hinchada entusiasta, llevado en andas por la dirección de una campaña sectorial que proclama “aquí no ha pasado nada”.

Enseguida de procesado, el ex Ministro Lorenzo salió sonriente, alentado por hinchada entusiasta, llevado en andas por la dirección de una campaña sectorial que proclama “aquí no ha pasado nada”.

Estremece, pero no sorprende. Es que esa algarada fue tan solo un reflejo más de la resobada tesis del Presidente Mujica: “las razones políticas priman sobre lo jurídico”. Pronunciado en lenguaje coloquio-presidencial o teatralizado a la salida de un Juzgado de Crimen Organizado, el dislate es el mismo: sentirse por encima o más allá del Derecho.

La aplicación de esa actitud tiene una singularidad: el ex Secretario de Estado proclamó su inocencia, pero consintió el procesamiento, en vez de apelarlo aportando nueva luz y nuevos énfasis, en un caso donde las responsabilidades no las encarnó el Ministro de Economía a solas y donde sus argumentos dejaron abundante tela para cortar. Es lástima que no haya sometido su situación al control de la Alzada, asumiendo la carga de demostrar que actuó legalmente.

Pero más allá de la situación personal del ex Ministro Lorenzo y del coprocesado Calloia, a la vista de los resultados que genera la malhadada tesis, se nos impone, rotunda, una nueva realidad: ha muerto la larga época en que fue degradado el Derecho.

Se lo menospreció, calumniándolo como instrumento de las clases dominantes y olvidando que su función es precisamente proteger al débil. Se le disolvieron los principios, hundiéndolos en las aguas cenagosas del relativismo e ignorando que ellos son “experiencia a cuenta” y escudo de todos. Se lo describió como un sistema objetivo e impersonal, recortándole las raíces afectivas y culturales que lo entroncan con la vida y la persona. Se le amputaron los clamores de conciencia.

Por sus amargos frutos terminamos de conocer a esa época, salpicada de intérpretes que, aun con buena fe, se entregaron a doctrinas deterministas y materialistas que rebajaron al Derecho a mero pacto de intereses, lo despojaron de su matriz de idealidad y terminaron justificando toda suerte de excesos y entregas para un lado y para otro, olvidando que en la base hay, y debe haber, una ética.

Derrumbados los yerros, deberemos restablecer la imperatividad del Derecho. No para adorarlo como un tótem sino para que sea instrumento de la revolución de concordia que nos exige la fallida experiencia que la República hizo con los extremismos.

Por cierto, habrá que cambiar mucha cosa del Derecho: por ejemplo, el absurdo método que, imputando el mismo delito, manda a la cárcel a un Intendente por un affaire menor y a la vez exonera de prisión a gobernantes nacionales por un asunto incomparablemente mayor.
Habrá que rescatar la representación de la ciudadanía, para que la racionalidad de los legisladores no vuelva a torcerse por gritas ni turbas.
Habrá que volver a sentir que aunque el mundo cambie, hay principios inmutables y hay valores que son y merecen ser universales: la libertad y el amor al prójimo, por ejemplo.

Habrá que abandonar la perezosa creencia de que sólo hay sabiduría en las ciencias experimentales. Habrá que rescatar el concepto del hombre y su postura ante lo Absoluto. Habrá que recimentar las ciencias de la cultura, devolviéndole señorío al Derecho y reuniéndolo con la lógica, el sentido común y la vida económica a escala humana.

Habrá que hacer todo eso y mucho más, porque la otra época ya se fue.

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Leonardo Guzmán

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