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Educación integral

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Leonardo Guzmán
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El Ing. Jorge Grünberg señaló el domingo que la ansiada mejora de nuestra educación enfrenta un dilema entre "el derecho de las instituciones y corporaciones a mantener sus hábitos, beneficios y privilegios" y "el derecho de las nuevas generaciones" a recibir "un aprendizaje de calidad que les permita desarrollarse como personas en la sociedad del conocimiento".

Afirmó que ese conflicto "debe ser enfrentado desde una perspectiva ética y moral y no económica ni tecnológica", llamando a asumir costos presentes para edificar el futuro, reconocerle un valor inviolable al derecho de aprender, proponernos crecer como exportadores de tecnología y recordar que la educación de calidad es un derecho esencial para la democracia.

Tiene profunda razón: el retraso educacional nos plantea, de veras, un grave problema moral. La insuficiencia endémica en la formación de vastos sectores nos hace devorarnos el futuro nacional con los ojos abiertos. Venimos recortando el futuro de prójimos de carne, hueso y espíritu no sólo en cuanto a su capacidad para entrar a la sociedad del conocimiento, sino en su aptitud para erguirse como personas dueñas de su destino por encima de los tiempos y las tecnologías.

Nuestro problema no finca sólo en la deserción escolar, liceal y universitaria, por- que hemos importado múltiples factores que degradan la formación cultural. Entre ellos, la búsqueda de especialidades funcionales apenas operativas, privadas de contexto cultural, limitadas y sin vuelo: listas para mediciones competitivas que las insertan en sistemas robóticos pero no preparadas para sentir el yo-soy-tú conceptual, sentimental y espiritual que exige toda convivencia interpersonal.

Bien lo denunció Georg H. Von Wright —el enorme finlandés cuya filosofía está en la base del actual auge de su país—, cuando en 1986 escribió: "Entre los intelectuales se difunde cada vez más un nuevo tipo humano: un investigador en un campo especial que puede ser muy inteligente pero tiene un desdén filisteo por la filosofía, el arte y todo aquello que caiga fuera de su estrecha perspectiva". Detrás de esas palabras —igual que las que en el Uruguay que era de avanzada, ya en 1910 anticipó nuestro Carlos Vaz Ferreira, al combatir el estrechamiento del pensamiento y la sensibilidad— late la convocatoria a formar personas que salten la valla de sí mismas y abran su espíritu a lo universal. Ese llamamiento es perenne, pero hoy está eclipsado. ¡Y cuánto perdemos por esa causa!

Por tanto, si queremos abrir las puertas de la excelencia para todos, sin distinción de orígenes ni clases sociales, el camino no debe reducirse a preparar para oficios particulares. Hace falta, además, reinstalar el interés por la profesión universal de hombre. Y eso se logra por las reflexiones matemáticas, musicales, literarias, filosóficas e históricas, encaradas como fuente común de responsabilidades. Es decir, poniendo como finalidad última de la educación la formación integral de la persona, tal como rectamente surge de la Constitución.

Entre las sombras de la actual degradación, abrazar esa meta como voto que el alma pronuncia es la mejor luz que podemos buscar en el horizonte, para la persona y para la República.

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