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El Eco de Umberto

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Umberto Eco escribió mucho más que “El nombre de la rosa” -una novela policial y filosófica que nació siendo clásica- y fue mucho más que un estudioso de la palabra, la historia y la cultura. En una Italia humillada por la frivolidad y el desparpajo, fue voz independiente y liberal.

Umberto Eco escribió mucho más que “El nombre de la rosa” -una novela policial y filosófica que nació siendo clásica- y fue mucho más que un estudioso de la palabra, la historia y la cultura. En una Italia humillada por la frivolidad y el desparpajo, fue voz independiente y liberal.

Cultor de la filología -ciencia de las palabras y los conceptos en relación con su época-, pudo concentrarse en la tarea intelectual y dedicar su erudición a abstracciones alejadas del mundanal ruido. Hizo todo lo contrario. Bajó a la arena, vivió la jornada y fue interlocutor de millones.

Aplicó su sensibilidad artística y su saber aristocrático a lo concreto de cada costumbre y cada circunstancia actual. No usó el periodismo para escalar cimas teóricas ajenas a su pueblo. Al revés: luchó contra la decadencia, esgrimiendo la claridad conceptual y la rotundidad polémica que el lenguaje italiano heredó de la retórica latina, imprimiéndole estilo a Vico, Cavour, Benedetto Croce, Bobbio y tantos.

Hace menos de un año, en su último libro “Número Cero” -donde creó un personaje que vivía de cobrar por no publicar el diario con cuya amenaza extorsionaba- y en extenso reportaje de El País de Madrid anunció que el periodismo responsable está en peligro de que lo sepulte el torrente de versiones anónimas que pululan en las redes sociales. Al mismo tiempo, fustigó al periodismo de fango, que ataca intimidades en vez de analizar la verdad o falsedad de lo que dice el otro.

En setiembre pasado Eco denunció en “La Repubblica” que la desaparición del “usted” -el “lei” italiano, el “vous” francés- y la generalización del tuteo llevan a que se nos empobrezca la memoria y desaparezcan los grados de intimidad. Señaló que el lenguaje jibarizado de los medios de difusión -especialmente la TV- hace decaer la comprensión. Tenía razón en Italia y acá.

Enfrentado al dilettantismo, enemigo de la pereza mental y trabajador de la libertad creadora, Umberto Eco fue caja de resonancia de los dolores que sufrimos por los avances de la despersonalización y la insensibilidad. Eco, honrando su apellido, supo ser nuestro eco.

Esa gloria se la lleva; pero, por ser ella un valor del espíritu, al mismo tiempo nos la deja, para compartir su luz en medio de nuestras tinieblas. Nos llama a tener los pies en la Tierra para captar la realidad, pero nos impele a mantener la cabeza alerta y el corazón firme para elevar nuestras respuestas y moldearnos como personas y como pueblos, en vez de congelar nuestros repudios e indignaciones, sumiéndolos en datos estadísticos que a fuerza de amontonarse pierden mensaje y sentido. Nos manda a no dejarnos aturdir y a rescatar la reflexión y la risa, en vez de embrutecernos en la abulia que destruye la herencia acumulada y amputa el pensar público de cada día.

Transitando por todos los tiempos, Eco puso luz de universalidad entre los vitrales que resucitó.

Lástima que acompañamos sus exequias con el bochorno de haber encaramado a un vicepresidente que adornó su currículum con una licenciatura trucha de una carrera inexistente.

Lo despedimos desde este país que supo ser modelo, confirmando que, por vaciar el mensaje de los signos y por achicar el alma, sufrimos una de las mayores condenas del Infierno de Dante, que, en clave semiótica de Umberto Eco, regresa para susurrarnos “Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice nella miseria”.

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Leonardo Guzmán

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