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…el último domingo de…

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Leonardo Guzmán
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El art. 22 de la Constitución de 1830 dispuso: "En todo el territorio de la República se harán las elecciones de Representantes el último domingo del mes de Noviembre".

De entonces a acá cambió todo. El voto masculino y selectivo de la primera Constitución se hizo universal. El Presidente de la República dejó de ser electo por la Asamblea General. Suprimido el unicato, se lo restableció en 1967. El período de gobierno pasó de 4 a 5 años. Sufrimos dictaduras: una civil, con la inmolación del expresidente Baltasar Brum. Otra cívico-militar, con muchos mártires rememorados y otros muchos anónimos. Tuvimos gobiernos de todos los signos: fuimos y somos un laboratorio político.

Nos ha pasado de todo, pero el último domingo de noviembre lo tenemos inscripto en el corazón. Permanece por encima de reformas: ahora es fecha de balotaje. Tanto lo llevamos en la sangre, que los equívocos calores del undécimo mes y el vestido lila del jacarandá los tenemos indisolublemente asociados a la gran cita ciudadana con la ilusión.

Entonces no es extraño que hoy, a dos años de la probable segunda vuelta de 2019, ya se zarandeen candidatos, sectores, encuestas y pronósticos. Lo cual habla muy bien de nuestro hábito institucional de acudir a las urnas y obedecer su veredicto, pero NO basta para regenerar el espíritu de la República.

Sufrimos múltiples males. Nos afligen por encima de haber votado por o contra el lema gobernante. Soportamos humillación educacional en matemáticas, pero también en inglés: a la vista de cómo nos retrocede el español materno, no puede extrañarnos la insuficiencia en una segunda lengua.

Caminamos entre bultos anónimos que mal duermen tapados con cartones, que son una vergüenza para los sentimientos de todos los credos y todas las ideologías.

Desde sistemas preformados, acorralamos cada vez más a la persona, en vez de promover su crecimiento y su libertad creadora.

A medida que las campañas electorales se encargan a especialistas en marketing, en vez de confiarse a las convicciones más profundas de los candidatos, el espacio público se nos ha vaciado de ideas. Y una cruza de materialismos llegados desde los dos extremos ha ido acostumbrándonos a aceptar las desgracias sin chistar, privándonos hasta del hábito moral de llamar monstruos y condenar como degenerados a perversos que asesinan a criaturas como Valentina y Brissa.

Para que desde este cuadro volvamos a un sistema republicano democrático que obedezca a la Constitución, la puntualidad en el culto por el último domingo de noviembre es condición necesaria, pero NO es suficiente. Como en todos los cultos, para que no se marchite el alma hace falta devolverle minuto a minuto el soplo originario.

En el caso de las elecciones, hace falta recordar que ellas son la herramienta para un proyecto de vida inspirado en lo superior que debe unirnos, y no para prometer inclusión a subsectores mientras se excluye de la vida pública la más elemental sensibilidad humana.

Los ideales que laten en la Constitución no son los de una rebatiña de sectores peleando por su chacra, ni de un gobierno que se enorgullece de entregarnos atados de pies y manos a la banca internacional y que solo se compromete a ocuparse de los cascajos a que mantiene reducido el ferrocarril, por obediencia a un proyecto impuesto desde afuera.

Nosotros queremos ser otra cosa.

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