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Tiempo de miedos

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Cuando Michel Ey-quem, señor de Montaigne, visitó Augsburgo en 1580, se asombró. Había llegado luego de la puesta de sol y se encontró con una “falsa puerta”, que abría un guardián a más de cien pasos, mediante una cadena de hierro.

Cuando Michel Ey-quem, señor de Montaigne, visitó Augsburgo en 1580, se asombró. Había llegado luego de la puesta de sol y se encontró con una “falsa puerta”, que abría un guardián a más de cien pasos, mediante una cadena de hierro.

Pasado este obstáculo la puerta se cerraba detrás suyo y se pasaba sobre un foso, para llegar a una pequeña plaza donde se declaraba su identidad y a donde se alojaría. Si el control era favorable, el guardián tocaba una campanilla, para que otro compañero abriera una barrera de hierro que levantaba un puente levadizo. Estos mecanismos son símbolos de un tiempo de temor. Las guerras de religión enfrentaban con ferocidad a católicos y protestantes, mientras “el turco” merodeaba en las fronteras del Imperio.

Como dice Jean Delumeau en “El miedo en Occidente”, estos mecanismos son solo un símbolo, “porque no solo los individuos tomados aisladamente, sino también las colectividades y las civilizaciones mismas, están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo”.

Por cierto, esa sensación de temor es cíclica, con momentos de expansión y otros de declinación, cuando prevalece una sensación optimista de seguridad.

Hoy estamos, de nuevo, en un tiempo de miedo, también con guerras de religión. Toda nuestra civilización occidental tiene miedo. El terrorismo islámico sacude sus cimientos. Nueva York, Londres, París, han sido blancos privilegiados de las organizaciones terroristas que no dejan de gritar en la cara de quien los quiera oír que destruirán la “corrupta” civilización occidental. Mientras, los demagogos xenófobos, nacionalistas extremos o aun racistas, van creciendo políticamente, como una amenaza sobre las libertades del mundo democrático.

Los Estados Unidos, de un ánimo guerrero siempre vigente, han luchado abiertamente, pero sus reacciones le han llevado a cometer errores tan tremendos como las guerras de Afganistán e Irak, respuestas desproporcionadas y equivocadas.

Ni el mundo islámico se escapa a sus propios miedos, por el choque de sectas y tendencias. Egipto y Turquía, potencias militares de la región, han sufrido tremendos ataques terroristas. Y el autodenominado Estado Islámico ha sembrado el terror en Siria e Irak y conquistado territorio, mientras sigue lanzando sus ataques por el mundo entero.

Hay, sin embargo, otras dimensiones del miedo, tan profundas como las de las armas. En los EE.UU. quizás la mayor sea la referida a la inmigración. Explotándolo, un demagogo irresponsable co-mo Donald Trump se ha lanzado a una aventura política que ya le ha asegurado el liderazgo del Partido Republicano, nada menos que el partido de Abraham Lincoln, desde el que propone levantar un muro en la frontera de los EE.UU., para que no entre un mexicano más. Parecido temor sacude a Europa, invadida por legiones del norte de África y de la zona de conflictos del Medio Oriente, que no solo espantan al trabajador amenazado por competidores dispuestos a trabajar por po-co o nada, sino a la sociedad entera, que no sabe cómo impedir que en ese aluvión no sigan llegando terroristas. La respuesta también, es el auge de las reacciones demagógicas que explotan esos temores y los prejuicios que sobre ellos se montan. Hasta la flemática Gran Bretaña acaba de demostrarlo con su salida de Europa, que decidieron los viejos, derrotando esperanzas de los jóvenes.

Entre nosotros, ¿no hay también un temor que nos paraliza? Es el temor al cambio. La batalla de los Uber es apenas un escenario de los tantos que se están abriendo en nuestra vida cotidiana. La reacción primaria es prohibir, pero ¿cómo hacerlo delante de tecnologías que se saltean barreras? En un plano más amplio, hay miedo a la competencia, al desafío que plantea el mundo globalizado. Negarse a los acuerdos de libre comercio o a iniciar un diálogo sobre servicios (el llamado TISA), es ese temeroso reflejo conservador ante lo nuevo. Paradójicamente, son grupos que se consideran progresistas, de izquierda, quienes se abroquelan para defenderse del incontenible avance de la innovación científica.

Añadamos el temor del ciudadano común ante el avance de un delito más violento, vinculado a la adicción a los drogas y a las organizaciones de narcotraficantes, y una dimensión íntima del riesgo, en las familias que conviven con la amenaza de adicciones sobre sus hijos adolescentes.

Los oportunistas a veces se visten de derecha como Trump en EE.UU., o la señora Le Pen en Francia. En ocasiones se disfrazan de izquierda, como los Kirchner, o sectores frentistas bien visibles que nos encierran en un Mercosur irracional, explotando el temor a la competencia y a la innovación tecnológica, únicos caminos para el desarrollo y la mejoría del bienestar social. El problema no es el señor Trump sino que haya un cuarenta por cierto de norteamericanos dispuestos a seguirlo. El problema no es solo Maduro sino los miles de dirigentes latinoamerica- nos, incluso uruguayos, que todavía creen que cerrando la economía y oponiéndose al comercio más libre, podremos tener futuro.

El miedo es un mal consejero. No es fácil aventarlo en una época de tantos cambios que a todos nos mueven el piso. Pero si no podemos sacudírnoslos y asumir los riesgos de los tiempos, comprometeremos nuestro progreso material y al final nuestras mismísimas libertades.

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Julio María Sanguinetti

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