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Un ícono, un mito

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Julio María Sanguinetti
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Al celebrarse los 50 años de la muerte del Che Guevara, en Bolivia, en La Higuera, el mundo ha podido advertir —una vez más— lo que es la fuerza de un mito, la persistencia de esas imágenes que hicieron de él un ícono de toda forma de rebelión, el santo de una religión política dogmática, que en nombre de su fe se consideraba legitimada para emplear cualquier medio que le llevara al poder.

Se le ha comparado alguna vez con Garibaldi, el guerrero del liberalismo, del republicanismo, que peleó por esa causa en todos los mundos posibles. El Che de algún modo intentó ser lo mismo para el marxismo, porque pretendió expandir su idea y crear "dos, tres… muchos Vietnam". Las radicales diferencias están en que el italiano luchó por una gran idea, base de la democracia contemporánea, mientras el Che lo hizo por una ideología totalita-ria que solo ha sembrado esclavitud, muerte y miseria; mientras aquel hizo la guerra con hidalguía, el argentino-cubano no ahorró sangre.

Nacido en Rosario, en una familia de clase alta argentina, médico, su espíritu aventurero le llevó a sus famosos viajes en motocicleta, que no presagiaban al guerrero duro que fue. Todos quienes compartieron con él los tiempos de la guerrilla hablan de su exigencia para sus compañeros, de su severidad, de la forma cruel en que eliminaba a los que él considera "traidores".

No bien triunfó la revolución se asumió como un nuevo Savonarola, en el rol de gran inquisidor y verdugo, transformando la fortaleza de La Cabaña en un matadero, por donde pasaron más de 1.000 presos y 550 fusilados… Su radicalismo se profundizó con los años, al punto que en su famoso mensaje a la Tricontinental llegó a hacer la apología de "el odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así".

En los años que estuvo en Guatemala, repudió que Jacobo Arbenz hubiera caído sin derramar sangre. Se enojó con los soviéticos, cuando la crisis de los misiles, en 1962, le alejó de ese medio de destrucción que —según dijo— le hubiera permitido llevar a la potencia capitalista al holocausto atómico.

Como hombre de Estado fue un tremendo fracaso. Su pasaje por el Banco Nacional de Cuba y el Ministerio de Industrias resultaron expresiones de su voluntarismo irracional. No era lo de él. No había nacido para administrar sino para cultivar ese espíritu heroico, épico, que él mismo comparaba con el de los cristianos de las catacumbas.

Desde 1965 se lanzó a la aventura mundial. Primero el Congo, después Bolivia. Si fue su espíritu inquieto el que lo llevó a esa deriva o si Fidel astutamente se lo sacó de encima convenciéndolo de que sería el adalid del gran incendio, no lo sabemos. Tampoco importa demasiado: el hecho es que él se despeñó en esa gesta heroica y que el Partido Comunista claramente lo abandonó, considerando que era una aventura sin destino. No encontró entusiasmo ni en los congoleños ni en los bolivianos y murió, casi en el abandono, a manos del ejército de Bolivia.

El fracaso suele ser condición del héroe romántico. "Nada nos hace más grandes que un gran dolor", decía el poeta Alfred de Musset en un célebre poema. A lo que se le añadió, en el caso, la foto que transformaba su cadáver en una versión moderna del célebre Cristo de Mantegna, con sus plantas en primer plano. Otra foto, tocado con su boina, configuraría la visión arquetípica del guerrillero, del que muere por su idea, del rebelde que lucha contra los males de la sociedad.

La realidad nada tiene que ver con el mito. Esa es la esencia de la mitología: los hechos son los equivocados. La idea era maligna, la construcción del "hombre nuevo", un fracaso transformado en burocracia autoritaria; la expansión revolucionaria, una estrategia que trajo primero golpes de Estado militares, para luego ceder paso a la democracia liberal. Por si fuera poco, lo que sobrevive de todo aquello, o sea Cuba, es el testimonio vívido del empobrecimiento económico, la pérdida de las libertades y la miseria intelectual.

Pese a todo, el mito está allí, intacto, presente en los quioscos de souvenirs, ofrecido como imagen para todo el que se sienta iracundo, desde Maduro hasta Maradona. Por cierto, él no es responsable de ese culto frívolo. Después de todo, él entregó su vida por las falsedades en que creía. Sí lo son, en cambio, los intelectuales que lo ensalzan, mientras disfrutan de la libertad de expresión que él les hubiera negado; o los políticos y sindicalistas burocratizados que, cómodos en su vida, siguen hablando de una revolución que no sueñan con hacer; o los pequeños burgueses de las universidades privadas del mundo entero, que se ponen la camiseta con su efigie, símbolo del martirologio, mientras disfrutan de la tarjeta de crédito que les abrieron sus papás. Es lo que, en nombre de nuestro liberalismo, no tenemos otro remedio que soportar. Pero, por lo menos, sin callarnos.

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