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Cenizas revueltas

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El Uruguay mediático se ha sumergido estos días en la fantasmal reaparición de Héctor Amodio Pérez, el “traidor” del MLN, el tupamaro liberado misteriosamente por los militares y al cual sus viejos camaradas le endilgaron todo lo sucio de su sangriento pasaje por la historia.

El Uruguay mediático se ha sumergido estos días en la fantasmal reaparición de Héctor Amodio Pérez, el “traidor” del MLN, el tupamaro liberado misteriosamente por los militares y al cual sus viejos camaradas le endilgaron todo lo sucio de su sangriento pasaje por la historia.

En la caída de la ominosa “cárcel del pueblo”, el principal responsable fue Adolfo Wassen Alanís, pero él nunca figuró en la historia oficial tupamara. Todo se le endosaba a Amodio en exclusividad, que allí estuvo sí, pero luego que su compañero hubiera “vendido” el escondite. Aparece ahora el relato de Amodio, que no es ni más ni menos válido que el de sus viejos camaradas, que ahora aparecen como testigos en un juicio cuando está bien claro que su testimonio está viciado por el espíritu de venganza. El Sr. Marenales llega a declarar que no mató a Amodio en la cárcel por no disponer de un arma, que hoy simplemente lo agarraría a trompadas y que el MLN, que lo condenó a muerte en su tiempo, hoy, como las cosas son distintas, “no sabe qué hará”. Es casi surrealista: el viejo tupamaro habla como si el MLN pudiera hoy hacer “algo”.

El episodio es todo ominoso. El Ministerio del Interior hace dar vuelta una resolución judicial sobre la validez de un pasaporte español. Los tupamaros todos, el uno y los otros, no se arrepienten de la tragedia de que fueron responsables. Lo único rescatable es que ponen en evidencia, una vez más, las miserias morales de los presuntos héroes y el carácter totalitario de aquel movimiento que intentó destruir las instituciones, que nunca disparó un tiro contra la dictadura sino que, por el contrario, le alfombró su camino cuando sacó al ejército de los cuarteles. Ese es el peor legado de la dictadura: haber transformado en víctimas a los victimarios. Los tupamaros entraron a la cárcel, bajo la democracia, repudiados por el pueblo; salieron bendecidos como mártires por los excesos que la dictadura cometió con ellos.

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Mientras la tragicomedia mediática transcurre el movimiento sindical uruguayo, una vez más, baja un escalón ético. A los actos de corrupción cometidos por Alfredo Silva en la salud pública, a los delitos de quienes administraron un plan sindical de viviendas y exigieron sobornos a destajo a empresas de construcción, se añade ahora el episodio del Vice Presidente del Pit-Cnt, testigo y cómplice de un penoso maltrato a unos menores internados en una institución del Estado. Es gravísimo: el sindicalismo uruguayo fue siempre muy dogmático, pero no se discutía su patrimonio ético, del que Pepe D’Elía era un símbolo. Hoy todo ha cambiado y ya no se trata, simplemente, de un tema circunscrito a la estructura gremial sino de un mal que afecta al mayor factor de poder de la estructura de gobierno, donde ejerce ya incuestionable presencia en el espacio del Estado.

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La educación persiste como el principal problema del país para quienes seguimos soñando con la posibilidad de un desarrollo real. El Terce, un sistema de evaluación realizado por Unesco nos confirma que en los chicos de 6° año de primaria hemos retrocedido en formación, estamos detrás de Chile, mientras que se nos aproximan Brasil, México y Perú. Argentina, la de Sarmiento, está aun por debajo. Un tercio de estos niños son los que rebotan en el 1er. año de Secundaria y así sucesivamente hasta que la mitad no llega a terminar la Secundaria completa.

El dato simplemente nos ratifica lo que nos ha venido anunciando el sistema PISA de la OCDE. Y no advertimos una real reacción en las autoridades. Se sigue hablando de retocar lo actual y de aumentar el presupuesto para seguir haciendo lo mismo. O sea, seguir condenando al fracaso a una nueva generación.

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En 1998, el Uruguay logró llegar a una inflación de un dígito luego de medio siglo de elevados porcentajes. No faltaron años, justamente en el momento de la restauración democrática, en que los dos grandes vecinos pasaron del mil por ciento, cayendo en el abismo de la hiperinflación. No fue un milagro sino un trabajoso proceso de administración el que nos permitió alcanzar ese resultado. Quedaban detrás los constantes remarques de precio, la batalla distributiva entre precios y salarios, la angustiosa sensación de la inestabilidad. Felizmente, se pudo continuar dentro de esos límites hasta que, lentamente, en el gobierno pasado, año a año, se fueron rebasando las metas propuestas y se entregó el gobierno muy cerca de ese fatídico 10% que hace sonar las alarmas. Todo indica que hacia allí vamos y que el debate de los salarios nominales se hace ilusorio cuando irrumpe la amenaza de los precios. Cualquiera pauta de las que se discuten estos días no quiere decir nada en términos de poder adquisitivo: todo dependerá de la inflación del año. ¿De qué vale un 8% de aumento si la inflación llega al 12%? Allí está el tema y no es el dólar el responsable sino la suma de los factores que influyen en la inflación, desde el déficit fiscal hasta la productividad, desde el nivel de salarios hasta la presión impositiva.

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Todo esto va ocurriendo mientras revolvemos las más negras cenizas del más negro período de nuestro pasado siglo. Las que hace rato deberíamos haber sepultado para siempre.

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Julio María Sanguinetti

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