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Democracia real

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La primera línea de defensa de los legítimos intereses de nuestro país es una política exterior sensata, ajustada al Derecho Internacional y sustentada en consenso interno de largo plazo.

La primera línea de defensa de los legítimos intereses de nuestro país es una política exterior sensata, ajustada al Derecho Internacional y sustentada en consenso interno de largo plazo.

En 1848 Palmerston dijo en el Parlamento de la Gran Bretaña que este país no tenía aliados eternos, ni enemigos perpetuos, pero que, en cambio, sus intereses eran eternos y perpetuos, y que el deber del gobierno británico era defender esos intereses. Es un pensamiento aplicable a la política exterior de cualquier Estado.

La eficaz defensa de los intereses eternos y perpetuos de nuestro país exige políticas de largo plazo.

Sin embargo, en los últimos tiempos la política exterior de nuestro país no ha sido el producto de una sana reflexión, o de un sólido conocimiento de nuestra historia, ni ha estado afirmada en un amplio consenso nacional. Lo que tenemos es una situación cambiante donde estos importantes asuntos son resueltos en el seno de la coalición del gobierno. Allí se enfrentan, por parte, una concepción más pragmática y realista del mundo exterior, y, por la otra, una visión ideologizada y sesentista. Todo ello adobado con la ingenua ilusión de que la historia de nuestro país renació con la primera presidencia de Vázquez.

Los demás partidos, en minoría en el Parlamento, quedan fuera de la discusión.

Como resultado de este equilibrio político, las líneas tradicionales de la política exterior han sido reemplazadas por un patriagrandismo nostálgico por una utopía que nunca existió.

El nadir de ese proceso fue cuando el entonces presidente de la República, José Mujica, declaró que la política está por encima del Derecho y, al hacerlo enterró un principio fundamental para los intereses de nuestro país.

Los vaivenes del debate interno sobre la política exterior en el gobierno llevan a errores y contradicciones que culminan con todo lo que tiene que ver con Venezuela.

Así, refiriéndose a la situación producida por la transmisión de la presidencia del Mercosur, el ministro de Relaciones Exteriores declaró que en Venezuela hay una “democracia autoritaria”, que en ese país “no hay una ruptura institucional” y que hasta que eso no suceda “nosotros no debemos prejuzgar”.

Es un razonamiento que no resiste un análisis.

Existe una contradicción fundamental entre la idea de la democracia como el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, y la concepción totalitaria del poder político. En este caso el poder se concentra en un pequeño grupo (que puede ser desde una oligarquía hasta un partido político) que domina la sociedad mediante una variedad de recursos que van desde la intimidación hasta medidas más enérgicas.

El concepto de democracia no puede reducirse a su componente formal (Constitución, división de poderes, una enumeración de derechos), sino que es imprescindible considerar la realidad de las cosas, más allá de si existe, o no, una ruptura institucional.

Todo esto trae a la memoria la discusión de otras épocas, sobre la verdadera naturaleza de las repúblicas populares de la Europa Oriental dominadas por la URSS. El ejemplo de la República Democrática Alemana (que no era popular ni democrática) demuestra que es posible que la institucionalidad se mantenga incólume, pero que la sociedad viva bajo una dictadura.

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Juan Oribe Stemmer

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