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El outsider

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El uso común ha buscado una palabra en inglés para describirlo. Se denomina outsider a aquel que viene de afuera. Hablando de política, el outsider es el candidato que se presenta a una elección sin tener pertenencia en ningún partido político. También se aplica esa calificación, aunque de forma más laxa, al candidato que, aún teniendo una filiación partidaria conocida, no ha recorrido de abajo hacia arriba el escalafón de cargos o posiciones y aparece un día, allá arriba, como aspirante a la Presidencia.

El uso común ha buscado una palabra en inglés para describirlo. Se denomina outsider a aquel que viene de afuera. Hablando de política, el outsider es el candidato que se presenta a una elección sin tener pertenencia en ningún partido político. También se aplica esa calificación, aunque de forma más laxa, al candidato que, aún teniendo una filiación partidaria conocida, no ha recorrido de abajo hacia arriba el escalafón de cargos o posiciones y aparece un día, allá arriba, como aspirante a la Presidencia.

En nuestro país, de un tiempo a esta parte, la atracción hacia la figura del outsider se ha vuelto más poderosa. Existe una tendencia generosa a atribuirle virtudes y cualidades fantásticas, casi milagrosas y fuera de lo común. El atractivo es tan poderoso que más de una vez ha sucedido que se le atribuyera esa condición y se le confiriera esa aureola a figuras políticas que solo eran poco conocidas fuera del medio, pero que en realidad trajinaban desde hacía años por sus corredores.

Ese atractivo por el outsider -mirándolo bien- no es otra cosa que una forma cortés o pudorosa de ocultar desconfianza por los partidos políticos, por su personal estable y por la función política como tal. Se ha extendido por muchos ambientes -algunos de ellos culturalmente muy emperifollados- un desapego y un rechazo por la política como función o como carrera. Sobre todo como carrera.

En consecuencia, si aparece alguien por fuera de ese esquema tradicional de la política partidaria, los ingenuos se inclinan a pensar que ese tipo está incontaminado y libre de todo el conjunto de horrorosos vicios que, para esos observadores autocalificados como exigentes, son parte integral de la política y de la vida partidaria. Se trata de una simplificación asaz pueril.

Pero, además de pueril, es una presunción peligrosa porque no hace otra cosa que difundir y generalizar un descrédito hacia los partidos y hacia la función política como tal. En política, como en cualquier actividad humana, uno encuentra gente bien y gente torcida, gente inteligente y gente burra, gente generosa y gente interesada.

Pero desde el punto de vista institucional y republicano, los partidos políticos son los agentes naturales de la actividad política. Es pésima una política conducida o protagonizada por corporaciones o sindicatos. Es débil una política manejada por organizaciones pasajeras o transitorias (así se pongan el nombre de partidos) que se inventan para una elección y luego desaparecen. Y es funesta una política en manos de hombres sin vínculos partidarios, apoyados exclusivamente en sí mismos (o en cualidades o méritos ganados en otros ámbitos), sin respaldo institucional en organización partidaria alguna. Eso es Maduro. O Correa o Evo Morales, emergentes en países sin partidos políticos, outsiders que se postulan como salvadores providenciales, unipersonales (y generalmente perpetuos).

La cultura política de un pueblo tiene relación directa con la historia de sus partidos políticos. En un sistema democrático no gobierna una persona: gobierna un partido. Si no hay partido de gobierno no hay gobierno democrático: hay mando, como en un cuartel o en una estancia.

La fe puesta en los outsiders es una especie de tilinguería política, un entusiasmo adolescente, una moda fashion, con toda la fugacidad (vistosa) que tiene una moda.

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Juan Martín Posadas

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