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La imputabilidad

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El apasionamiento y el esquematismo con que el Uruguay viene discutiendo el tema de la edad de imputabilidad penal hacen dudar de las posibilidades de un aporte que tenga un mínimo de aceptación. No obstante, asumo el riesgo. Adelanto que no tengo una posición clara y definitiva al respecto.

El apasionamiento y el esquematismo con que el Uruguay viene discutiendo el tema de la edad de imputabilidad penal hacen dudar de las posibilidades de un aporte que tenga un mínimo de aceptación. No obstante, asumo el riesgo. Adelanto que no tengo una posición clara y definitiva al respecto.

En primer lugar creo que sea útil empezar recordando que lo que se discute es esencialmente una convención. El límite de edad podía haberse fijado en 19 años o en 17 con los mismos argumentos. No hay nada matemático, concluyente o definitorio en el límite de 18 años. Por tanto no se puede defender ese límite como algo intocable ni tampoco hablar de una necesidad absoluta de cambiarlo.

En segundo lugar pienso que la intensidad que ha cobrado este debate no se habría dado si no hubieran ocurrido en el pasado tantos episodios de menores infractores y tantos delitos violentos cometidos por menores fugados. Si no se hubiese fugado ninguno no estaríamos en esta discusión. Lo que quiero decir es que nunca se habría dado el caso de un simposio o jornada de estudio de juristas que, al final de las deliberaciones, llegasen a concluir que habría llegado la hora de modificar la edad de imputabilidad inscripta en los Códigos desde el tiempo de ñaupa.

El asunto es una respuesta a un problema concreto. Aquí es donde, a mi juicio, flaquea el clamor de aquellos que dicen: esa no es la solución. Me pregunto: ¿la solución de qué? Si no se identifica el problema mal se puede decir que esa sea a no sea la solución. Los que quieren bajar la edad de imputabilidad no están pensando en restablecer valores, en manejar injusticias sociales, en la falta de oportunidades o en educar a jóvenes descarriados. El problema para ellos es la inseguridad. La solución que ven es sacar de la calle y recluir en una institución a aquellas personas que, por comportamiento y por edad, se han convertido en una amenaza flagrante. Para eso la medida es claramente una solución.

Una vez aclarado estos puntos no es posible no pensar en el enorme problema constituido por el sistema carcelario, sea de menores o de mayores. Más allá de las horribles condiciones que tienen hoy los establecimientos uruguayos de reclusión, aún con cárceles de cinco estrellas, el asunto es complicado. La privación de libertad es siempre de alguna forma un castigo; por algo se habla de ley penal, instituto penal, etc. Penar es sufrir y no hay vuelta, por más que la Constitución diga que las cárceles no son para mortificar, torturar o hacer sufrir a los presos.
Del mismo modo pensar que la privación de libertad pueda tener un efecto positivo en la rehabilitación de una persona es un engaño: tranquilizante pero engaño. Si hubo quienes salieron o salen rehabilitados no fue por haber estado presos sino a pesar de haberlo estado. La cárcel, de menores o de mayores, tiene por finalidad primaria sacar de circulación a los individuos que, por su conducta, se tornaron peligrosos para la sociedad. No es conveniente seguir en la hipocresía.

Dos aspectos fundamentales quedan abiertos a la reflección: primero, cuánta peligrosidad puede (o debería) tolerar una sociedad ideal. Segundo, cuanto menor sea el número de gente privada de libertad (mayores o menores) en una sociedad mejor será esa sociedad. Y viceversa. El esfuerzo social por encaminar las conductas (de mayores o de menores) eso sí va por otros caminos.

Nada de lo expuesto va a zanjar la discusión pero espero que ayude a pensar. Yo también estoy dispuesto a escuchar argumentos.

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Juan Martín Posadas

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