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Escucha y discurso

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No sé desde cuándo, pero es un hecho que con el tiempo se fue consolidando en la opinión pública (con algo de razón) la noción de que los políticos vivían en un mundo cerrado y artificial; el Palacio Legislativo generaba un microclima y una subcultura particulares y los políticos pasaban allí adentro sus días peleándose y tratando cada uno -o su Partido- de sacar ventajas al otro, sin preocuparse realmente del país.

No sé desde cuándo, pero es un hecho que con el tiempo se fue consolidando en la opinión pública (con algo de razón) la noción de que los políticos vivían en un mundo cerrado y artificial; el Palacio Legislativo generaba un microclima y una subcultura particulares y los políticos pasaban allí adentro sus días peleándose y tratando cada uno -o su Partido- de sacar ventajas al otro, sin preocuparse realmente del país.

Enterados los políticos de esa percepción (porque nunca han estado tan aislados y distraídos como se suponía) se dispusieron a remediarla. Pero la buena intención dio lugar a simplificaciones y los políticos empezaron a orientar sus actividades, y sobre todo a definirlas y proclamarlas, como un trabajo de escucha (a lo que quiere la gente, a las necesidades de la gente, etc.). Comenzaron a enaltecer la escucha como la máxima virtud del político y a competir entre ellos en la demostración de quién era el que escuchaba más o mejor a la gente.

Es correcto el afán por el despliegue de las antenas para captar a la gente; no sólo sus necesidades (lo que a veces achica el repertorio al tamaño de un libro de quejas) sino, antes que nada, captar las idiosincrasias, las diferentes mentalidades -porque no hay una sola “gente”- y captar también todas aquellas cosas que el hombre común no sabe identificar pero que son parte de su vida real y del destino colectivo en esta tierra en este tiempo. Pero impulsados por ese afán muchos políticos han olvidado que además de escuchar tienen que hablarle a la gente, y eso es una parte de su misión tan importante como la otra. El político tiene (debería tener) cosas importantes que decir -un mensaje que estima valioso- y, se descuenta, ha de ingeniárselas para dar con la mejor manera de que la gente se interese y se ponga a escuchar. Los tiempos que corren son adversos para el orador y para la oratoria: es evidente. La comunicación de hoy es rápida, entrecortada, incesante pero breve, generalmente improvisada, amoldada por los instrumentos tecnológicos modernos: twit, sms, 30 segundos en el informativo de Tv y situaciones por el estilo. Estar presente en los medios no es comunicar, soltar frases es decir nada, repetir el eslogan multiuso no es hablar con alguien. Si el político no tiene nada para decir, o no sabe decirlo, no es un buen político; no es político.

Eso no quiere decir que cada dirigente deba tener un discurso propio. Serán los cabeza de partido o de sector los abanderados de los grandes planteos partidarios y quienes harán punta en el despliegue de las visiones de país, las posibilidades nacionales y la captación de las amenazas del momento, es decir, el relato de lo que el país puede si se anima y de lo que arriesga si no se da cuenta. Los dirigentes menores repicarán de allí, desde ese material.

En resumen: una cosa no quita la otra (aunque es más fácil fingir que se escucha que fingir un discurso). Es loable la disposición de atención hacia la gente, pero si no hay nada para decirle o no se ha tenido el empeño de encontrar el modo eficaz de transmitir, no hay política. Habrá show pero no habrá política. El político es un educador, un orientador cívico, un forjador de civismo: no es escucha pasiva, es discurso ardoroso, polémico, controversial. La palabra del político no es una clase magistral o una defensa de tesis, es verbo para hacer que pasen cosas: para construir y para derribar. Hace falta más de ese discurso.

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Juan Martín Posadas

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