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En la casa de al lado

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El primer domingo de octubre —que es como decir pasado mañana— van a celebrarse elecciones en Brasil. Allá, lo mismo que acá, todos los apostadores tenían una fija: ya no la tienen más.

El primer domingo de octubre —que es como decir pasado mañana— van a celebrarse elecciones en Brasil. Allá, lo mismo que acá, todos los apostadores tenían una fija: ya no la tienen más.

Las encuestas de intención de voto despiertan el espíritu timbero que duerme hasta en el más casto de los corazones. Por motivos de cábala no voy a exponer a la vista mi pronóstico para el cotejo electoral de nuestro país pero tengo menos impedimentos para jugarme a un resultado en Brasil.

Hay quienes piensan, sobre una base crudamente materialista, que los pueblos votan según el estado de su bolsillo. Si el bolsillo está razonablemente cargado se vota para que todo siga como está. Si el bolsillo está flaco los pueblos votan cambio: sacar al gobierno que está y que venga otro. A veces ha sucedido así y otras veces no de manera que sería arriesgado considerarlo como una regla de cumplimiento inexorable.

El Brasil ha tenido un claro estancamiento económico estos dos últimos años, pero si miramos las cosas en el tiro largo, el brasileño medio está hoy mucho mejor de lo que estaba hace veinte o treinta años: digamos, a la salida del período militar o durante el gobierno de Sarney. Los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso estabilizaron la economía y sobre esa base se generó un crecimiento firme que continuó y se expandió con el gobierno de Lula, incorporando a millones de brasileños al consumo y a la economía formal.

Pero, o bien los bolsillos no estaban tan llenos como los brasileños esperaban o aspiraban que estuvieran o bien aquella regla de que bolsillo lleno equivale a voto por el oficialismo no es tan sólida como se cree, el hecho es que la popularidad del Partido de los Trabajadores y de la Presidente Dilma Rousseff empezó a desinflarse de un par de años para acá. El clientelismo desaforado y la corrupción hicieron lo suyo para el descrédito; el vigor y la popularidad de aquel movimiento político que arrollaba en Brasil empezaron a enfriarse. Cuando cesa el entusiasmo empiezan las preguntas y los cuestionamientos.

Acontece entonces un hecho fortuito; Marina Silva, que había integrado el gabinete de Lula y había renunciado por discrepancias, se había integrado al P.S. como candidata a la vicepresidencia. Pero el candidato, Campos, muere en un accidente de aviación, ella toma su lugar y el P.S. que venía tercero en las encuestas pasa a empatar con la Presidente Rousseff el primer puesto. El rechazo a lo antiguo y desprestigiado, que parecía iba a quedarse en malhumor y voto desganado por Rousseff y el P.T., encuentra sorpresivamente una cosa nueva que lo entusiasma y se pliega a ella con un fervor propio de carnaval carioca.

Las causas que dieron lugar a ese movimiento sorpresivo son distintas en el Brasil que acá. Lo que parece muy similar es la amplitud de la inesperada acogida que en ambos casos se ha dado.

Marina Silva es efectivamente una cosa nueva; lo es por sus características personales: es negra/mulata, de origen pobrísimo, aprendió a leer y escribir recién a los quince años, se hizo sola desde abajo, condena el clientelismo y la corrupción que el ejercicio del poder metió en el P.T. Todo eso parece haberle llegado a muchos brasileños, mejor vestido y mejor comidos que antes, pero que no quieren que todo siga como ahora. Brasil, como nosotros, tiene un sistema electoral con segunda vuelta; me juego unos boletitos a Marina Silva a la cabeza.

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Juan Martín Posadas

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