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¿Qué Estado?

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Francisco Faig

Los uruguayos creemos que el Estado es como un dios. Poco falta para que sea omnipresente; muchos quieren que sea omnisciente; y otros tantos creen que es omnipotente. Desconfiar de él es herejía; preferir la competencia de un privado, idolatría.

Lo cierto es que el peso impositivo del Estado es del 32% de la riqueza nacional, pero no se cuenta en ese cálculo BPS y los tributos parafiscales que nos cobran los entes monopólicos en nafta, teléfono, agua, etc. ¿Para qué tanto recaudar?

Para fallar en su misión esencial. La justicia en el país es ineficiente -en plazos, en costos, en calidad técnica- al punto de que llega a ser injusta. La seguridad se ha venido desflecando y ya no se garantiza. Pero el Estado también cumple mal otras tareas relevantes: la salud y la enseñanza.

Es muy ingenuo creer que el Estado es neutro y es de todos. Su voracidad fiscal en realidad beneficia a grupos de poder fácticos que se benefician de su ineficiencia y utilizan al bien público como coto de caza de apetitos económicos. Se perpetúa una burocracia que se autorregula, que no cumple con su tarea ni tiene exigencia de productividad, y que cobra retribuciones injustas, currando y garroneando sin temor a ser sancionada.

Los partidos pasan por el poder, la burocracia queda. Y manda, porque conoce los recovecos que le permiten multiplicarse en beneficio propio.

Y además, ejerce una presión que la hace insoslayable en la perspectiva electoral, sobre todo para una izquierda que se nutre de sus cuadros militantes.

El contrato esencial entre el ciudadano y el Estado está roto. No solamente la presión fiscal es de las más altas del mundo. Sino que a cambio de pagar impuestos, el ciudadano recibe servicios de mala calidad y por tanto está obligado a concebir estrategias para proveerse de ellos por otras vías.

Pero, asediado por los corporativismos, el ciudadano "nabo de siempre" lo hace recluido y callado, porque teme perecer por ateo en las llamas del demiurgo estatal.

La reforma del Estado no puede hacerse sin mirar la realidad. Y ella muestra que quienes más se perjudican con este Estado son las clases populares.

Los trabajadores con salarios sumergidos y los más pobres, pierden calidad de vida con sus malos servicios: denegación de justicia, mala atención en salud, inseguridad y paupérrima enseñanza.

Sin embargo, les han hecho creer que el Estado somos todos y aceptan con resignación devota que, como dios, no puede cambiar.

Las clases medias y acomodadas, apenas pueden, evitan la justicia, contratan seguridad especial, huyen de salud pública y pagan colegios y universidades privados.

Terminan pagando más para tener servicios privados que suplan los del Estado.

El problema es que no es posible asumir una política profunda de reforma si no nos quitamos la venda religiosa que nos une el Estado al país. No hay lucha de clases ni imperialismo neoliberal.

Hay avivados que se afirman en la creencia colectiva de que hay que proteger al Estado, y una mayoría que sufre ese dogmatismo nacional.

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