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Hernán Sorhuet Gelós
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Pasan los años y continúa incambiada la situación de desprotección casi total del patrimonio biológico nacional.

La cacería de especies animales nativas protegidas sigue librada al gusto y ánimo de los cazadores.

Es cierto que existen leyes muy restrictivas que protegen este tesoro nacional. También que la policía, fiscales y jueces del país conocen perfectamente su obligación de hacerlas cumplir a través del control y sanción de los infractores.

Pero, en los hechos esta situación solo se confirma de manera excepcional. Las redes sociales ayudan a visibilizar el problema. Es más, resulta doloroso escuchar con alarmante frecuencia a los lugareños de casi todos los departamentos del país, que muchos de los cazadores habituales son efectivos policiales.

¿Qué está sucediendo? ¿Por qué tantas personas parecen no considerarlos delitos?

La primera respuesta que surge es porque no reciben las sanciones previstas por la ley de manera inmediata. Como sucedió con las infracciones de tránsito debido a la ingesta de alcohol, hasta que no se endureció la fiscalización, no se constató un cambio significativo en las conductas transgresoras.

En el caso de la fauna autóctona se plantea el enorme desafío: cómo fiscalizar todo el territorio nacional. Parece una tarea imposible, pero no lo es.

Basta con ejercer controles serios e inteligentes en los centros poblados para detectar los ingresos de carnes, pieles, huevos, etc., de especies protegidas, así como a las personas que los venden. Cuanto más chica es la comunidad, más se sabe lo que allí ocurre. Hay que tener voluntad de abordar seriamente el problema.

Que nadie se engañe. La caza de especies protegidas no es inocua; provoca un daño patrimonial real para el país, y afecta la salud de los ecosistemas naturales.

La selección natural con gran "sabiduría" garantiza que los predadores de la naturaleza extraigan primero los ejemplares disminuidos de una población. En cambio, el humano cazador irá por el mejor ejemplar posible, impidiendo con su muerte que su mejor genética pase a sus descendientes.

Esta práctica se remonta a los orígenes de la humanidad, cuando de ello dependía la vida o la muerte de las personas. Pero estamos en el siglo XXI y la caza deportiva legal es un claro vestigio de aquel tiempo que tendrá que desaparecer —lo antes posible— por obvias razones: no se justifica que la diversión de las personas implique el sufrimiento y muerte de otras criaturas.

Si el gusto es por la destreza en el uso de armas, bastará hacer tiro al blanco sin cegar vidas. Si el placer está en acechar y sorprender a un animal salvaje en su medio natural, debería ser más que suficiente registrarlo —para siempre— mediante fotografías o filmaciones, sin provocarles la muerte. Al mismo tiempo sería un aporte maravilloso para conservar el equilibrio de nuestros ecosistemas; sin olvidarnos de que ese ejemplar que fuera sorprendido por la habilidad del cazador, estará muchas veces más disponible para otros entusiastas de la naturaleza.

Aunque la educación de la gente es clave, en lo inmediato son las autoridades las principales responsables de combatir este mal.

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