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Los dineros públicos

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Hernán Bonilla
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En las discusiones sobre presupuesto, rendiciones de cuenta, otorgamiento de subsidios, apoyos a algún sector, empresa o la organización que sea, solemos utilizar el término dineros (o recursos) públicos para referirnos a las erogaciones del erario.

Olvidando la fuente de esos recursos, siempre se pide que se aumente el gasto público en todos sus rubros, como si fuera algo obviamente positivo que no requiere mayor justificación.

Este es uno de los múltiples problemas que aquejan a nuestra cultura estatista y rentista, sintetizado magistralmente por el economista francés Frédéric Bastiat: "El Estado es la gran ficción a través de la cual todo el mundo se esfuerza en vivir a expensas de todo el mundo". Esto alumbra una parte del problema que suele estar ausente en la discusión; la puja por el destino de los dineros públicos es una lucha por decidir dónde se vuelcan recursos que previamente se extrajeron a otras personas.

Como alguna vez dijo Margaret Thatcher: no existen los dineros públicos, solo el dinero de los contribuyentes. Por tanto, la carga de la prueba debe ser exactamente la inversa a la que generalmente admitimos. Cada vez que se quiere aumentar el gasto público en algún rubro debería justificarse muy bien por qué se cree que esos recursos serán mejor gastados por el Estado en un programa determinado que por las personas a quienes se les extrae esos recursos a través de los impuestos.

Un ejemplo claro en la materia es el funcionamiento del Fondes. Este organismo decidía otorgar prestamos millonarios en dólares a empresas por simpatía con sus fines, con sus dueños o con el proyecto, como ha quedado demostrado. Luego esos prestamos no eran recuperables, o no lo son, porque faltaron las garantías necesarias y el Estado pierde cuantiosos recursos simplemente porque a un político se le ocurrió "prender alguna vela al socialismo".

Vale decir, a través de IVA, IRPF, IASS, IRAE, tarifas públicas, etc. todos los uruguayos pusimos dinero para que un organismo público decidiera sin criterio técnico alguno otorgar cuantiosos préstamos a unas pocas empresas que desde el comienzo existía una enorme sospecha de que no serían devueltos. La justicia deberá actuar con los responsables de este latrocinio, así como también deben exigirse las responsabilidades políticas correspondientes, pero sería bueno que también aprendiéramos de esta costosa lección a no santificar cualquier gasto público como una acción positiva per se.

¿No hubiera sido mejor dejar en los bolsillos de los uruguayos el dinero gastado en unas pocas empresas fracasadas? ¿No hubiera tenido esa opción un impacto económico positivo en un mayor gasto, ahorro e inversión que hubiera redundado en una mejora del bienestar general? ¿No será que son preferibles los proyectos que llevan adelante las personas cooperando entre sí y actuando libre y voluntariamente, que los que surgen de la coacción del Estado?

Es evidente que necesitamos un Estado vigoroso para que la sociedad funcione, lo explicito antes de que se caricaturice mi posición. Tan evidente como que el Estado uruguayo necesita ser reformado, no puede seguir engordando y tiene que empezar a respetar a quienes lo sostienen.

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