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Suprema Corte y Derechos Humanos

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Hebert Gatto
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El comunicado de la Institución Nacional de Derechos Humanos no admite resquicios ni matizaciones.

El reciente fallo de la Suprema Corte al declarar inconstitucionales los arts. 2 y 3 de la ley 18831 y por ende prescriptibles los delitos incluidos en el terrorismo de Estado, consolida la impunidad en la región.

La posición de esta Institución, que acusa a nuestro máximo Tribunal Judicial de lenidad en la materia, ejemplifica una tendencia política, social y cultural dominante en el país. Una corriente que al oponerse a la dictadura, aunque no siempre lo hiciera del modo apropiado y en los mejores momentos, propició su llegada y luego sufrió los efectos de su brutal represión.

De acuerdo a su visión, en gran medida elaborada desde su posterior éxito electoral, el mejor medio para restablecer la justicia consolidando su hegemonía política consiste en amplificar el uso del derecho penal que llevado por esta compulsión punitiva abandona su razón de ser esencial: la de un conjunto normativo diseñado para limitar, institucionalizándolo, el terrible poder represivo del Estado frente al delincuente. Así, quizás sin advertirlo, impulsar su utilización significó abandonar gradualmente garantías y principios (prescripción, retroactividad, legalidad, tonalidad nacional, Constitución, soberanía, etc.), adoptando las pautas represivas de sus antiguos verdugos.

Omitió así que el imputado, aún en el peor de las hipótesis, por caso, un violador estatal de los derechos humanos, jamás deja de constituir un ser humano y que la calidad de una democracia se evalúa por el trato que dispensa, no a sus amigos sino a sus enemigos. Todo lo cual es congruente con la notoria lejanía por parte de este grupo, incluyendo sus intelectuales, del derecho penal liberal. La sentencia de la Corte se aparta de esta concepción neopunitivista, aunque la admite en su discordia.

Por mayoría declara la inconstitucionalidad de los arts. 2 y 3 de la ley 18.831, en tanto estos, al establecer la imprescriptibilidad de los delitos cometidos en aplicación del terrorismo de Estado (característica inexistente en el momento de su comisión) violan el básico principio de irrectroactividad de la ley penal. Las conductas incriminadas no constituían delitos de "lesa humanidad" cuando fueron cumplidas, aunque posteriormente tales delitos fueran incorporados legalmente a nuestro derecho.

Por su lado, para la minoría de la Corte las conductas a examen ya constituían al momento de su comisión delitos de lesa humanidad, dado que así lo establecía la costumbre internacional (jus cogens), válida en nuestro orden jurídico —se alega— en virtud de los mecanismos de los arts. 72 y 332 de la Constitución. Pero ello, aún admitiendo que los delitos de lesa nación fueran reconocidos (y repudiados) en el mundo en las décadas del setenta y ochenta —¿acaso ocurría en Rusia, Vietnam, China o Camboya?— si bien eludiría la objeción de la retroactividad de la ley, viola directa y groseramente el fundamental principio penal de legalidad, que requiere que cualquier delito debe ser antecedido por una ley previa, cierta —exhaustiva y no vaga o general—, estricta —no analógica— publicada, escrita y no consuetudinaria. Características que para nada reúne la vagarosa costumbre internacional. Entonces, ¿quién protege los derechos humanos, la Inddhh, bregando por castigos, o la Corte reafirmando garantías y derechos penales ancestrales?

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