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La persistencia de la utopía

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El 8 de mayo de 1945, con la derrota de Alemania se abrió una nueva etapa en el devenir civilizatorio. Las alteraciones políticas, económicas y culturales que este hecho produjo se acusaron en múltiples planos, determinando un nuevo panorama mundial que llevó la confrontación entre la Unión Soviética y los Estados Unidos al borde de una tercera guerra. Ello efectivizó una inédita condición que aún nos acompaña: el holocausto nuclear y el riesgo de la desaparición de toda vida sobre la tierra.

El 8 de mayo de 1945, con la derrota de Alemania se abrió una nueva etapa en el devenir civilizatorio. Las alteraciones políticas, económicas y culturales que este hecho produjo se acusaron en múltiples planos, determinando un nuevo panorama mundial que llevó la confrontación entre la Unión Soviética y los Estados Unidos al borde de una tercera guerra. Ello efectivizó una inédita condición que aún nos acompaña: el holocausto nuclear y el riesgo de la desaparición de toda vida sobre la tierra.

No desarrollaremos aquí las consecuencias del fin del nacionalsocialismo, una tarea aún en curso entre los historiadores. Alcanza consignar que con su virtual desaparición se debilitó fuertemente la presencia de la derecha más reaccionaria en el escenario político mundial. Por más que esta no se borrara totalmente, perdió el aparato ideológico y de poder que la fundaba. Se transformó en una expresión partidaria o -a partir de su posterior expansión en el mundo musulmán- en un fundamentalismo teológico, muy pobre en el plano secular. Sin embargo, había sido más que una experiencia histórica concreta; constituyó una cosmovisión que pretendió negar el humanismo y la democracia para hipervalorizar el nacionalismo racial. La vocación de una etnia para subordinar o eliminar a las restantes, para constituirse en un grupo dominante invocando razones biológicas.

No sucedió lo mismo con las ideologías de los triunfadores en la segunda guerra. Pese a apariencias, tanto el marxismo que sustentaba la experiencia soviética, como las doctrinas liberales de los capitalismos dominantes, participaban, en sus anclajes más profundos, de elementos comunes.

Más allá de detalles, ambos constituían, en su expresión doctrinal, concepciones universales derivadas del humanismo. Vástagos del pensamiento iluminista, que reivindicaban al individuo. El marxismo, alegaba que superada la etapa capitalista advendría la posterior desalienación de hombres y mujeres, momento en que estos alcanzarían su verdadera naturaleza: la de seres multidimensionales que, como soñaba Trotsky, carecerían de límites en su capacidad creativa. Solo que entre ambos estadios se interpone el interregno revolucionario: la dictadura del proletariado. Una condición que seccionaría drásticamente la continuidad entre ambas visiones.

Por su lado, los capitalismos de posguerra, adoptando a Locke, a la tradición liberal y a su propia historia, también apostaban a la consagración del individuo co-mo valor esencial, solo que carecían de todo gradualismo. No creían que para conseguir su plenitud fuera necesario apelar a la dictadura de clase, ni en lo político ni en lo económico, bastaba para ello con liberarlo del despotismo monárquico. En ese complejo proceso anti-autoritario el liberalismo terminó consolidando la democracia como soberanía popular mientras justificó al capitalismo como un mecanismo natural basado en la autonomía productiva del individuo. Por último y culminando el ciclo, dividió su primitivo liberalismo entre liberistas (partidarios del mercado sin restricciones) e igualitaristas (socialdemócratas). Los cuales, perdida su confianza en el libre mercado, propugnaron, estado mediante, la aproximación a la igualdad “real” en la sociedad.

Munidos de estos perfiles ambas cosmovisiones se enfrentaron en un conflicto que amenazó concluir con sus portadores. En 1989 colapsó la Unión Soviética y su imperio pero esta inesperada catástrofe no fue suficiente. Gran parte de la izquierda no pudo borrar la indeleble matriz que el marxismo había impreso en su inconsciente colectivo. Por más que discursivamente aceptó la democracia como modelo político, terminó por redefinirla de acuerdo a sus viejos moldes. Aunque generalmente, por debilidades y contradicciones externas e internas, no tuvo fuerza para aplicarla.

Excelente ejemplo de ello lo proporcionan sus recientes explicaciones sobre el fracaso del “progresismo” y la actual crisis brasileña (véase Brecha N°1587 notas de G. Delacoste y R. Alonso). Un tema que implica una dolida autorrevisión de su pasado reciente. Según la misma, Lula, Dilma y los restantes populismos del continente no habrían sabido preservar su poder, al practicar una democracia formal, incapaz de despertar los genuinos instintos de las masas, que debidamente movilizadas hubieran impedido su colapso. Una afirmación que descubre la clave de su concepción de la democracia.

Ocurre que para esta izquierda, a diferencia de la concepción liberal, la democracia no consiste en una estructura neutral ante los diversos contenidos promovidos por la ciudadanía, que permita adoptar decisiones por mayoría. Por el contrario, cuando ella ocupa el gobierno, se genera la posibilidad, que no debe desaprovechar, para redefinir las relaciones entre el Estado y el capital. Para tales fines no requiere adhesión ciudadana sino organización social, movilización popular, dominancia en la calle, poder sindical, trabajo ideológico, solidaridad internacional, unidad latinoamericana, etc. Elementos ajenos al apoyo persuasivo que buscan los liberales.

Tampoco le alcanza, se enfatiza, con utilizar sus potestades para modificar la distribución económica (co-mo piensa la socialdemocracia) puesto que en el capitalismo ello siempre resulta transitorio; el poder, que debe preservarse a cualquier costo, vale fundamentalmente para aproximarse al socialismo. La democracia brasileña y su gobierno, ante a la amenaza del impeach-ment, debieron haber promovido una huelga general, cortes en las rutas, ocupación de liceos y universidades, etc. En suma, la violencia. Enfrentar a la sociedad civil con el estado, para defender los intereses de clase, sin que importe la forma en que estas clases los interpreten. La democracia no es forma, es contenido. Un texto que ya está escrito. ¿Alguien abandonaría sus certidumbres más profundas por un mero y transitorio cambio en la opinión ciudadana? Si así fuere, ¿qué es la democracia?

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Hebert Gatto

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Hebert Gatto

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