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El centenario de una utopía

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Hebert Gatto
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En este mes de noviembre se conmemoran los cien años del estallido de la revolución soviética.

Sin embargo en la propia Rusia el hecho no suscitó reacción oficial alguna, comprobando las dificultades de un país que no acierta a definir su identidad.

Similar indiferencia se dio en el resto del mundo, que con pocas excepciones, como Cuba y Corea del Norte, dejó pasar el aniversario sin mayores comentarios. Como si simplemente pudiera olvidarse lo ocurrido en noviembre de 1917, cuando los bolcheviques depusieron un gobierno social demócrata inaugurando, para la democracia liberal, el mayor desafío de su historia.

Por eso el hecho no puede soslayarse. La revolución rusa supuso un acontecimiento definitorio que caracterizó al siglo XX y le impuso rasgos originales, ausentes en el devenir de la humanidad. No solamente porque la dicotomía que esta revolución conllevó supuso un alineamiento con efectos políticos y militares que progresivamente dividieron a la totalidad de las naciones, sino porque esa ruptura se trasladó al campo del pensamiento generando dos cosmovisiones enfrentadas de forma irreconciliable.

Por ello bien puede afirmarse que luego de la derrota del fascismo, mucho más limitado en sus ambiciones reestructuradoras, la posterior Guerra Fría no solamente supuso la inminente posibilidad de un enfrentamiento bélico final, sino que la imparable capacidad abarcativa del marxismo determinó que la pugna no dejara campo civilizatorio sin invadir, otorgándole un inédito carácter universalista. De conflicto decisivo donde diariamente se ponía en juego el destino de la humanidad. Ello implicó que la centuria pasada se convirtiera en el siglo de las ideologías. Sin que de ellas y de su choque frontal ni siquiera se excluyeran la ciencia, la religión, la moral o el arte, áreas en todas las cuales chocaron dos versiones mortalmente enfrentadas, ambas con claras ambiciones hegemónicas.

Como es sabido, esta lucha concluyó a fines de la década de los ochenta del pasado siglo, luego de más de setenta azarosos años, con la caída de la revolución soviética y su imperio, y el declive generalizado de la ideología que la sustentaba. Las complejas causas que llevaron a este parcial colapso civilizatorio determinaron, como reconoció Eric Hobsbawm, el final del siglo corto comenzado en 1917 con la revolución y concluido con su final implosión.

En ese final, menos apocalíptico de lo previsible, en que solo destacaba el triunfo soviético en la "Gran Guerra Patria", colapsó la economía soviética incapaz de combinar el crecimiento del ámbito público y el privado determinando una asimetría que si bien consiguió proyectar al país al espacio exterior, no logró, paralelamente, alimentar, alojar y vestir adecuadamente a su población.

Se derrumbó su estructura política, que monopolizada por un solo partido y una única ideología nunca logró generar diversidad intelectual, culminada con la absurda pero absoluta dictadura de Stalin. Colapsó en sus afanes de dominación imperial, que culminaron abruptamente el día en que no pudo mantener la opresión sobre los países bajo su égida. Al unísono decayó en el plano científico y técnico ahogado por la presión ideológica que supusieron absurdos como la biología de Lysenko o arcaicas reticencias ante la física cuántica. Colapsó en el plano militar, donde pese a sus gigantescas inversiones se retrasó frente a Occidente, su declarado rival en este campo.

Mientras, revelando la absoluta degradación del régimen, violó todos y cada uno de los derechos humanos, exhibiendo perversidades como el Gulag, donde asesinó o dejó morir de hambre a millones de ciudadanos soviéticos, junto a los revolucionarios de la primera hora, todos ajusticiados o aprisionados en los páramos de Siberia. Ello en una orgía de crueldad que sólo tiene parangón en el Holocausto nacional-socialista. Esta situación de absoluta degradación política y social luego de la muerte de Stalin, solo mejoró muy gradualmente dada la incapacidad del régimen para resistir cambios estructurales profundos. Tal como finalmente demostró Gorbachov.

Sin olvidar su incapacidad para construir en el siglo XX un Estado republicano decente y reconocer los derechos humanos, se extendió a todas las naciones que voluntaria o involuntariamente se manejaron con su mismo protocolo ideológico. Desde China o Viet Nam a Camboya o Corea del Norte. Todas ellas adoptando el totalitarismo y sus consecuentes genocidios bajo la quimera de imponer la "equidad universal". Una utopía que si era mejor como objetivo que "la raza elegida" de los nacional-socialistas, terminó en su lado formal, en un compartido impulso por aplicar fórmulas preconcebidas totalmente ajenas a la voluntad de sus beneficiarios. Como si los valores sociales, incluyendo la concepción del bien como su síntesis, pudiera inyectarse a los seres humanos, violando la piedra filosofal del liberalismo filosófico, "nada verdadero puede lograrse en ningún campo ignorando el libre albedrío", un extremo que desconocieron tanto Marx como Lenin, el primero llevado por su desequilibrado afán de justicia, el segundo por similar impulso, sumado a su patológica voluntad de poder.

Por eso esta atonía, esta marcada caída de la efervescencia ideológica, luego de los altos decibeles del siglo anterior puede en cierto modo entenderse como lógica, o como una reedición de la tesis del fin de las ideologías, no deja, como aquella, de presentar sus bemoles. No porque sea deseable retornar a las angustias del siglo anterior, ni apostar a un regreso a las ideologías totalitarias.

Ese camino, en lo que refiere al marxismo y el fascismo como tales, parece cerrado, pero la vuelta a visiones menos estridentes, pero igualmente peligrosas, como el populismo y el nacionalismo y el generalizado silencio crítico sobre lo ocurrido, están evidenciando el camino de una civilización que si en apariencia ha erradicado los extremismos y consolidado la democracia liberal, no ha solucionado los problemas que los hicieron nacer. Y en algunos casos, como en el de la igualdad, los ha agravado. Asumiendo que el fin del socialismo no supone el fin de la inequidad.

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