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La celulosa tan deseada

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Hebert Gatto
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Por fin se develó: luego de varios amagues concluyó la confidencialidad y se suscribió el convenio con UPM.

Nuevamente se hará realidad la planta de celulosa, la maravilla del nuevo siglo, esta vez a la vera del río Negro. Una inversión portentosa que nos inundará de trabajo, confort y felicidad. Solo que, emulando lo ocurrido con la regasificadora y con el puerto de aguas profundas, otra vez la montaña parió un ratón. Para nada depende ni de este contrato ni de nosotros que la fábrica se construya, eso por sí y ante sí, lo resolverá UPM, luego de dos años y medio sin explicaciones para el caso de no hacerlo.

Mientras tanto los orientales, tan resignados como valientes, cumpliremos al detalle y en plazos precisos nuestros múltiples deberes, bajo la constante amenaza del posible arrepentimiento de la contraparte, contractualmente habilitada al temido portazo, "aún cuando, reiteramos, cada una de las condiciones necesarias (aquellas que Uruguay debe cumplir) hayan sido satisfechas". Una rescisión "por cualquier razón o sin expresión de causa", (cláusulas 8.21 y 4.5. del contrato).

Sin embargo y pese a tanta incertidumbre, durante el lapso acordado deberemos, entre otras, modificar normas laborales vigentes (convenciendo de ello al temible Pit-Cnt, extremo que ni siquiera la OIT consigue) y luego al Parlamento nacional —¿qué dirán allí el PCU y el MPP?—, paralelamente adiestraremos a nuestros jóvenes, para que, bajo la supervisión de inspectores finlandeses y en directa sintonía con sus universidades se conviertan en técnicos celulósicos. Adicionalmente, dentro de pocos meses, mientras rezamos y desembolsamos el aporte necesario, nos comprometemos a iniciar las obras ferroviarias y sus emprendimientos conexos que, a satisfacción de la Empresa, prometemos finalizar en febrero del 2020. Ni un día después. Por más que no vale preocuparse, si UPM se retira no nos comeremos los durmientes —nuestra inversión, de no menos de mil millones de dólares— nos permitirá trasladarnos velozmente a Paso de los Toros, a la vertiginosa velocidad de ochenta kilómetros por hora, nueva versión del tren bala.

Cabe admitir que si se tratara de un contrato privado pudiera concederse que alguna de las partes, urgida por la desesperación, como expresara un científico de UPM describiendo la actitud uruguaya, hipoteque sus derechos. Pero tal cosa parece inadmisible cuando, como es el caso, una de ellas, la República Oriental del Uruguay, es un Estado democrático que actúa representando a sus ciudadanos, a los cuales, quiérase o no, implica en sus actos frente a terceros. Tal como si el subdesarrollo, que nos distingue, implicara que se nos trate con paternalismo o desdén. Muchachos —nos dicen— hagan bien sus deberes, si así lo hacen, quizás los distinguiremos con un premio. Pero no olviden, ello, si ese fuera el caso, lo decidiremos nosotros.

No se trata, aclaremos, de levantar nacionalismos trasnochados. En ocasiones los países pequeños deben adaptarse y aceptar imposiciones. Pero hay límites. El Uruguay, como exige el art. 72 de su Constitución, más que gárgaras antiimperialistas o apelaciones socialistas desmentidas en la práctica, debería respetar su dignidad republicana, la que mostró en su historia.

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