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Vidas de la literatura

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Se sabe que la mayor cantidad de lectura y acumulación de conocimientos se dan en los primeros años de la juventud, en plena formación y con una insaciable curiosidad intelectual. También sabemos que con el paso del tiempo ese deseo de explorar amaina gradualmente.

Se sabe que la mayor cantidad de lectura y acumulación de conocimientos se dan en los primeros años de la juventud, en plena formación y con una insaciable curiosidad intelectual. También sabemos que con el paso del tiempo ese deseo de explorar amaina gradualmente.

Lo cierto es que el amor a los libros suele fijarse desde la niñez y adolescencia, cuando se devoran novelas que marcan para siempre. Y, por descontado, esta querencia nunca desaparece porque la ficción de calidad siempre atrapa. Pero no es menos cierto que el ritmo acelerado de la vida y el salto tecnológico, con un sinfín de plataformas digitales que emiten información veinticuatro horas al día, nos apartan más y más de ese momento de desconexión que requiere sentarse a leer un libro, tanto si es impreso o electrónico. De hecho, los estudios indican que la capacidad de atención del cerebro ha disminuido, como producto del bombardeo constante al navegar en Internet todo el día.

Mario Vargas Llosa escribió recientemente un ensayo, La civilización del espectáculo, en el que se lamenta de esta deriva que nos aleja de la formación clásica y nos sumerge en el mar de trivialidad que abunda en Youtube, las redes sociales o los populares realities. La distopía futurista con las omnipresentes pantallas gigantes que aparecían en el filme Blade Runner ya son, de algún modo, una realidad. Basta con pasear por Times Square o el distrito de Ginza, en Tokio, para sentir el vértigo de una ráfaga de imágenes en la que el valor de la palabra escrita parece haberse diluido.

Sin embargo, me atrevo a aventurar que en esta era en la que las librerías comienzan a ser algo del pasado, la nueva literatura se halla en las series que se ven por cable. Puede parecerles una herejía a ortodoxos de la cultura como el académico Harold Bloom o el propio Premio Nobel Vargas Llosa, pero, con el cine como pionero de este género híbrido de la escritura y lo visual, lo que HBO, Showtime o Netflix están produciendo son, en muchos casos, verdaderas obras de arte cuyas narraciones despiertan tantas pasiones como los clásicos literarios.

Estas series por temporadas, que entre una y otra dejan al espectador con el apetito de un adicto a la droga más dura, son herederas de aquellas novelas o folletines publicados por entregas de autores consagrados como Dickens, Dumas, Balzac o Pérez Galdós. Entregas que provocaban auténtico furor entre sus lectores. De esa tradición literaria nacieron el serial radiofónico, el soap opera anglosajón o el culebrón latinoamericano. Y ahora el relevo lo toman las series televisadas o por streaming, cuyos guiones compiten con la literatura y el cine de altura. En la televisión, como ocurre con los libros y las películas, hay para todos los gustos: desde series que equivaldrían a leer una entretenida novela de Judith Krantz, o una de suspense del maestro John Le Carré. Equivalencia que también se corresponde con el cine: hay producciones comparables a la monumentalidad de El Padrino, de Coppola, o más próximas al cine de esparcimiento. Pensemos en dos series como Homeland, en Showtime, o la mítica Los Sopranos, que se emitió en HBO.

Cuando el recordado James Gandolfini irrumpió en nuestras vidas encarnado a Tony Soprano durante seis temporadas, Vito Corleone y su familia resultaron edulcorados y sin los matices profundos que durante ocho años David Chase, el creador de esta saga de mafiosos de Nueva Jersey, desgranó hasta dejar al desnudo el destructivo entorno del protagonista y sus secuaces. Ese primer episodio, con Tony Soprano enfrentado a su crisis existencial, es literatura de la buena. El éxito arrollador de Los Sopranos fue equiparable al fenómeno de los millones de lectores que morían por leer las entregas de El Conde de Montecristo en el Journal des DBAT o de Madame Bovary en la Revue de Paris.

Lo mismo ha sucedido con las aventuras y desventuras de Carrie Mathison en Homeland. Ahora, en su cuarta temporada y después de un bache que nadie creyó se podría superar tras la desaparición de su otro gran protagonista, Nicholas Brody, resurgen formidables guiones de esta trama de espionaje y conflictos políticos que son fiel reflejo del actual escenario geopolítico. Con ingenio, los guionistas de Homeland han ido tejiendo las tripas y el corazón de un personaje, Carrie, con tanta o más complejidad que la Emma Bovary de Flaubert. El día que concluya la serie, a sus fans nos resultará tan pesaroso como el instante en que se lee la última página de esa novela que nos quita el sueño.

Es posible que estas excepcionales series (hay incondicionales de Breaking Bad, House of Cards o The Wire) formen parte del fenómeno de la civilización del espectáculo porque, sin duda, son todo un espectáculo audiovisual. Pero en última instancia, su triunfo reside en la calidad de unos guiones trabajados como la más fina orfebrería. A fin de cuentas, lo que no cambia es lo que define a una buena historia: la capacidad de enganchar de principio a fin. La literatura nunca muere. Se transforma.

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Gina Montaner

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