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Los años Mujica

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Hay un Mujica querido, caudillo y popular. Sus años en la presidencia no desmintieron ese perfil. Encabezó en octubre el segundo senado más votado. Ratificó su peso en el FA.

Hay un Mujica querido, caudillo y popular. Sus años en la presidencia no desmintieron ese perfil. Encabezó en octubre el segundo senado más votado. Ratificó su peso en el FA.

Conservó su poder para incidir fuerte todavía por muchos años más en el rumbo que tome el país.

Hay un Mujica despreciado, demagogo y cortoplacista. Sus años en la presidencia reafirmaron ese perfil. Exageró, mintió y se contradijo. Terminó de definir su personaje Pepe que renegó de toda conducción coherente y traicionó todo legado republicano. Devaluó el compromiso estratégico de largo plazo. Entronizó el éxito de la táctica coyuntural, esa que permite, simplemente, mantenerse a flote en las aguas embravecidas del quehacer político.

Hay un Mujica que nunca terminó de entrar en la Historia como estadista. Su itinerario guerrillero y antidemocrático mutó, tarde, en político de excepción. Pero nunca logró olvidar sus primeros y afligidos amores de tentaciones populistas y filosofía de café. Tuvo toda la legitimidad para ser el Mandela nuestro. Pero prefirió ayudar a extender un relato histórico que es pura memoria parcial y que le devuelve una pose de héroe justiciero tan falaz como mundialmente diseminada.

Nunca se sinceró en el espejo de sus responsabilidades sesentistas. Nunca construyó concordia verdadera. Nunca apuntaló una paz duradera que aceptara las pasadas heridas que infligió a la tranquilidad de la República, para desde esa decencia moral, obligar a que los déspotas cancerberos de los años setenta reconocieran sus infames ultrajes a la democracia. Dejó así que proliferara una historia reciente adolescente, hecha de amigos y enemigos, y legitimada por doquier por decenas de intelectuales comprometidos y compañeros de ruta.

Trastabilló, a sabiendas, en dimensiones esenciales de la identidad del país. Cuando precisó, sembró el odio y la discordia con insultos a adversarios políticos y actores sociales. Dejó que la patota sindical o la barra compañera hiciera la ley, guardando él, el presidente de todos, ominoso silencio. Cuando quiso, entregó soberanía nacional, participó de la campaña electoral o justificó lo que la República no puede aceptar, en aras de perimidas geopolíticas sesentistas o de apresar el poder que, quizá, podía escaparse.

Al viejo FA de Seregni y Zelmar Michelini legó analfabetismo republicano. Las nuevas generaciones de izquierda que lo reivindican adhieren a un populismo esencial. Desprecian la separación de poderes y las garantías liberales. Desestiman la institucionalidad democrática como raíz fundante de la convivencia política, para situarla en el estante de las herramientas funcionales al proyecto socialista que Pepe siempre defendió. Convencidos de portar consigo el sentido de la Historia, construyen un país fracturado en el que, irremediablemente, prima el nosotros contra ellos.

Al país todo, esta generación tupamara dejó en herencia medio siglo de demoras, estancamientos y retrocesos, que un lustro de exitosos resultados económicos no logró disimular. Mientras nuestras referencias en el mundo se transformaron en sociedades de bienestar, el talante de izquierda vernácula y su matiz tupamaro, enceguecidos por la utopía y sordos de ideología, ayudaron a latinoamericanizar pavorosamente al país.

La presidencia de Mujica se terminó. El mujiquismo tiene larga vida.

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Francisco Faig

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