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Restauración de la democracia

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Aunque todavía dolido porque a Wilson le habían trampeado las elecciones, hace treinta años quedé envuelto en aquellos aires de alegría de volver a vivir en democracia. A fines de 1984, a comienzos de aquel verano en donde se respiraban ¡por fin! aires de libertad, como integrante de una generación políticamente castrada por la dictadura, sentí que se abría otro tiempo pleno de ilusiones y esperanzas.

Aunque todavía dolido porque a Wilson le habían trampeado las elecciones, hace treinta años quedé envuelto en aquellos aires de alegría de volver a vivir en democracia. A fines de 1984, a comienzos de aquel verano en donde se respiraban ¡por fin! aires de libertad, como integrante de una generación políticamente castrada por la dictadura, sentí que se abría otro tiempo pleno de ilusiones y esperanzas.

Tres décadas después, pasando revista sobre el lapso transcurrido, siendo que muchas de las expectativas se cumplieron. La democracia se aposentó y hasta sus enemigos de otrora no cesan ahora de alabarla. Los derrotados de los años 60, los que empuñaron las armas contra la democracia llegaron al gobierno por el voto popular. Muy pocos de ellos se atreverían hoy a proclamar que la violencia es una forma aceptable de hacer política.

Cuando alboreaba el nuevo año 1985 sobraban las dudas sobre el destino del país. No estaba claro si la paz de aquel verano iba a extenderse en los años venideros y si quienes habían integrado bandos irreconciliables serían capaces de convivir en armonía. Visto en perspectiva, lo que ocurrió después confirmó las previsiones menos pesimistas. Hubo una transición, de la dictadura de los militares a la democracia de los civiles, que no fue fácil. Hay que reconocer que, aun con sus luces y sus sombras, aquel primer gobierno del colorado Julio María Sanguinetti supo sortear las principales amenazas.

Llegó después el turno de los blancos con un Luis Alberto Lacalle que, a pesar de las dificultades económicas del momento, se plantó en la presidencia como un renovador. Algunas de sus grandes reformas —la del puerto, por ejemplo— fueron adelante, en tanto otras, como la de la seguridad social o la asociación de lo público con lo privado, sufrieron los embates de una oposición cerril que años después, una vez instalada en el poder, las aplicó sin cortapisas.

Después, dos gobiernos colorados, signados ambos –uno al final, el otro al principio- por sendas crisis económicas internacionales cuyo “efecto dominó” nos hizo entender —dolorosamente— el real significado de la palabra globalización. Fueron turbulencias que no hirieron al sistema democrático, pero que agravaron los problemas sociales del país y favorecieron la llegada al gobierno de una izquierda que capitalizó la recuperación económica ya iniciada en el tramo final del mandato de Jorge Batlle.

Luego, por primera vez en su historia, el país se asomó a una izquierda gobernante apoyada por un viento de cola que llegó del exterior. Buenos precios para nuestras exportaciones, baja tasa de interés internacional y un sobrante de dinero de los países del Norte en busca de inversiones en esta región. Todo lo contrario a la tormenta perfecta que blancos y colorados soportaron en ocasiones.

Dos nombres signan el tiempo de la izquierda: los de Tabaré Vázquez y José Mujica que integran esa elite de líderes de la izquierda latinoamericana bendecida por la bonanza económica. La misma bonanza que ayudó a consagrar a Chávez, Evo, Lula o Correa como una suerte de “manosantas” de la política en contraste con predecesores torturados por crisis y adversidades sin par.

Nada de esto era imaginable hace 30 años exactos, en aquel verano 1984-85 cuando el Uruguay y su gente despertaban a la vida en democracia que aun con problemas es la mejor forma de vivir. 

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Antonio Mercader

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