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Un país que ya no atrae al emigrante

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Antonio Mercader
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Quien esto escribe emigró al Uruguay desde España. Soy uno de los que vino con su familia a instalarse a Uruguay a comienzos de los años 50, hacia el final de una ola de prosperidad que atrajo a muchos extranjeros.

Quien esto escribe emigró al Uruguay desde España. Soy uno de los que vino con su familia a instalarse a Uruguay a comienzos de los años 50, hacia el final de una ola de prosperidad que atrajo a muchos extranjeros.

Aunque no había entonces una política específica para favorecer al emigrante, Uruguay vendía bien, al menos en España, su imagen de tierra de promisión en donde el recién llegado hallaba oportunidades de salir adelante.

Quizás el recuerdo de esa época inspire a quienes hoy se preocupan por la despoblación. Es claro que hay varias formas de atacar el problema —fomentar el aumento de la tasa de natalidad es una de ellas— pero una de las claves es seducir a potenciales inmigrantes que buscan un país en donde realizar sus sueños. Eso consiguió Uruguay hasta mediados del siglo pasado. Ya no lo consigue.

Un país caro, con pocas perspectivas de alentar emprendimientos y ofrecer buenos empleos, lastrado por una burocracia estatal que parece montada para desanimar al emigrante, carece de la capacidad de ilusionar que otrora tuvo. Tan mal está que soportamos a uno de los sirios, importados por el gobierno, predicando ante la prensa que prefería volver a Siria porque era un país más barato, con empleos mejor pagos y más amigable.

Mientras la vía de fomentar una inmigración calificada parece descartable, bienvenida sea la preocupación del gobierno por la crisis demográfica del país evidenciada esta semana con la presentación del problema a nivel oficial. Un país cuyos pobladores llevan medio siglo anticipando que cuentan con los tres millones y medio de habitantes que no tienen. El gobierno difundió un estudio con poco margen para el optimismo, pero que al menos revela la convicción de que este es un problema grave.

Un conocido periodista dijo hace poco que Uruguay es un país que trata mejor a sus viejos que a sus jóvenes, lo que es una fea verdad si se compara la situación de ambos sectores. Así, el futuro está comprometido, en especial si se considera que la baja natalidad provocará tarde o temprano insuficiencia de trabajadores activos para financiar a los pasivos. En tal sentido, las alarmas avisan que en 2050 habrá más uruguayos mayores de 50 años que menores de 15, una perspectiva ingrata para cualquier nación.

Este es un asunto de país desarrollado que explica las discutidas políticas migratorias de naciones como Alemania que prefieren abrir sus puertas al emigrante musulmán, con los riesgos consiguientes, antes que condenarse al estancamiento poblacional. Un estancamiento que Uruguay padece dados los 3.251.526 habitantes registrados en el último censo —el del 2011— que reveló una tendencia al envejecimiento propia de un país "en vías de extinción", según señaló un gobernante de la época.

Si bien parece imposible tornarnos tan atractivos como Alemania o recrear al amable Uruguay que en los 50 acogió al autor de esta columna, da pena comprobar que en los últimos 15 años se pudo aprovechar la bonanza para mejorar el país, dotarlo de buenos servicios públicos y volverlo más promisorio para emigrantes calificados. No se hizo. A lo sumo se logró llamar la atención de los adictos a la marihuana, un potencial flujo migratorio que más valdría perderlo que encontrarlo.

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