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“Aquel minuto en Waterloo”

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Hace unos cuantos años me impresionó como pocos un libro de Stefan Zweig titulado “Momentos estelares de la humanidad”. Entre los episodios narrados por el gran escritor austríaco recuerdo “Aquel minuto en Waterloo” dedicado a la última batalla de Napoleón, la que perdió ante un ejército multinacional encabezado por el duque de Wellington.

Hace unos cuantos años me impresionó como pocos un libro de Stefan Zweig titulado “Momentos estelares de la humanidad”. Entre los episodios narrados por el gran escritor austríaco recuerdo “Aquel minuto en Waterloo” dedicado a la última batalla de Napoleón, la que perdió ante un ejército multinacional encabezado por el duque de Wellington.

De esa batalla -que cambió para siempre la faz de Europa, alumbró una era de paz (el “concierto europeo”) y mandó al ostracismo al emperador de los franceses- se cumplirán 200 años el próximo jueves.

En Waterloo, en las afueras de Bruselas, se congregarán ese día miles de turistas para recordar el combate en el que lucharon 200.000 soldados de los cuales 50.000 quedaron tendidos en el campo de batalla. Para la ocasión se editaron decenas de libros y folletos de todo tipo, pero ninguno podrá igualar la magistral descripción de Zweig centrada en un personaje marginal de la historia que entonces pudo alcanzar su “momento estelar” y salvar a Napoleón: el prudente mariscal Grouchy.

La estrategia de Napoleón consistía en atacar a los ingleses y mantener al mismo tiempo alejados a los prusianos. Esta última tarea se la confió a Grouchy quien para cumplirla se alejó de Waterloo con un tercio del ejército francés. En el amanecer del 18 de junio de 1815 el lejano tronar de los cañones le anunció a Grouchy que la pelea entre ingleses y franceses había comenzado. Sus oficiales le rogaron que fuera a socorrer a Napoleón. Según Zweig, en ese momento estelar “de un hombre mediocre pero valiente” que tuvo en sus manos la suerte de todos, Grouchy dudó entre desobedecer las órdenes de Napoleón y correr en su ayuda, o seguir detrás de los prusianos. Finalmente, “incapaz de escuchar la voz del destino”, optó por cumplir estrictamente las órdenes.

Privado de esos refuerzos de último momento, Napoleón cayó derrotado por Wellington y su estrella se extinguió para siempre en el destierro de Santa Elena. Grouchy, en cambio, siguió su carrera y hasta recibió honores por retornar a Francia con sus tropas intactas. Zweig se ensaña con él: “Grouchy asciende al ser nombrado general en jefe, pero nada podrá hacerle recuperar aquel instante en que fue dueño del destino y no supo aprovecharlo”, escribe al final de un capítulo cuya moraleja es que en la guerra y la política la oportunidad de pasar a la historia ocurre una vez en la vida y es preciso aprovecharla.

Como todo relato histórico novelado es obvio que el de Zweig contiene exageraciones. Seguramente Napoleón perdió en Waterloo no solo por Grouchy sino porque enfrentaba una poderosa coalición que lo superaba en número y recursos. Y también porque otros de sus generales, entre ellos el valeroso Ney, cometieron errores inexplicables. Pero lo portentoso de Zweig es la vívida descripción de la batalla, sus preparativos y el retrato del momento supremo en que ese militar “de medianas condiciones” siente que “el hilo de los hados se detiene un instante en la indiferente mano de un hombre más asustado que feliz ante la borrasca de responsabilidades... y la mano deja escapar el hilo que había retenido unos segundos”.

Para quienes leímos hace tanto los vibrantes párrafos de Zweig, este 200º aniversario de la batalla de Waterloo continúa teñido por la renuncia de Grouchy a convertirse en el hombre del destino.

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Antonio Mercader

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