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Sangre y arena

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En Lawrence de Arabia hay una escena en la que un periodista entrevista al soldado británico, encarnado por Peter O’Tool, enfundado en una impecable túnica blanca y tocado de turbante. “¿Por qué le gusta el desierto?” -le pregunta. Sin titubear, Lawrence contesta: “El desierto es limpio”. Por entonces, Lawrence creía en el panarabismo y lo fomentaba. No era el único. Ingleses y franceses estaban convencidos de que el levantamiento de los árabes contra el imperio turco-otomano era el camino para debilitar a ese feroz enemigo que -además- se había aliado con Alemania, la otra potencia rival. Prometerles una suerte de gran territorialidad árabe unida fue parte de la estrategia seguida.

En Lawrence de Arabia hay una escena en la que un periodista entrevista al soldado británico, encarnado por Peter O’Tool, enfundado en una impecable túnica blanca y tocado de turbante. “¿Por qué le gusta el desierto?” -le pregunta. Sin titubear, Lawrence contesta: “El desierto es limpio”. Por entonces, Lawrence creía en el panarabismo y lo fomentaba. No era el único. Ingleses y franceses estaban convencidos de que el levantamiento de los árabes contra el imperio turco-otomano era el camino para debilitar a ese feroz enemigo que -además- se había aliado con Alemania, la otra potencia rival. Prometerles una suerte de gran territorialidad árabe unida fue parte de la estrategia seguida.

Cuando Lawrence se retiró del escenario oriental, la arena estaba ya manchada. No solamente por la abundante sangre derramada en los enfrentamientos intertribales y con los occidentales, sino también por el petróleo (rápidamente cobraba importancia), y las avariciosas manos que se repartieron las antiguas posesiones del Imperio Otomano. Las de sir Mark Sykes (quien intervino por Gran Bretaña) y Georges Picot (quien lo hizo por Francia) fueron las que dejaron las huellas más indelebles.

En mayo de 1916, Sykes y Picot firmaron un acuerdo secreto al que dieron nombre. Rusia, que también participaba de la “entente”, debió retirarse de las negociaciones para enfrentar a la revolución bolchevique que estalló en 1917. El reparto se formalizó en la Conferencia de Paz de París, en 1919. Sykes propuso que se recuperaran los antiguos nombres griegos y romanos, así que borraron las nominaciones que usaban desde hacía medio siglo los otomanos y surgieron “Siria”, “Palestina” o “Mesopotamia”. Pero no se quedaron en los meros bautismos: Francia extendió su mandato sobre Siria y sobre Mosul, además de una franja costera que luego se convertiría en el Líbano. Los ingleses lo harían en Basora y Bagdad, llegando hasta Persia (la futura Irán). Palestina, bajo control británico pero bajo mandato de la Sociedad de Naciones, albergaba el dilema palestino-judío y la promesa de un hogar nacional judío.

El reparto no congeló la zona, ya que los ingleses fomentaron la creación de Irak en un territorio que condensaba una enorme reserva petrolífera, además de efectuar un cambio de fronteras con el mismo criterio geopolítico con que Sykes había apoyado el dedo sobre el mapa para delinear en papel, lo que debía separarse en la realidad. Aunque el suelo fuera de volátil arena. Con una regla de escritorio alimentaron nacionalismos, cuando no inventaron países. Ni Sykes ni Picot se dieron cuenta del monstruo que acababan de crear. Sykes porque falleció en 1919, a los 39 años, víctima de una epidemia de gripe española. Trasladado en un ataúd de plomo sellado herméticamente, su cadáver se exhumó en 2007, para estudiar el virus, intacto en sus tejidos. Picot tuvo varios destinos diplomáticos, en Palestina, Siria, Bulgaria y, en 1920, como embajador ante Argentina.

Adonis, el gran poeta sirio exiliado desde hace años en París, ha explicado así la larga cadena de horrores vinculados a la zona: “No hemos separado la religión del Estado, estamos todavía en la Edad Media; sólo la fachada ha cambiado, tenemos coches, aviones, pero la cultura es tribal, antigua y religiosa”. Es una explicación atinada, a la que hay que sumar muchas otras, entre las cuales no pueden faltar los nombres de Sykes y Picot.

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Ana Ribeiro

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