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Libros en hogueras

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Hoy, 23 de abril, es el Día para homenajear al libro. Día para hablar del largo derrotero seguido, desde los pergaminos que se enrollaban sobre si mismos, a la amable voz del moderno “Narrador” de Windows, que nos lee en voz alta desde la computadora. Día para decir, una vez más, que el libro es un instrumento que expresa el potencial de la razón.

Hoy, 23 de abril, es el Día para homenajear al libro. Día para hablar del largo derrotero seguido, desde los pergaminos que se enrollaban sobre si mismos, a la amable voz del moderno “Narrador” de Windows, que nos lee en voz alta desde la computadora. Día para decir, una vez más, que el libro es un instrumento que expresa el potencial de la razón.

Personalmente, prefiero elogiar la vocación profunda del libro. Ya sea que retrate realidades rotundas o fantasías que, indirectamente, cuestionan a la realidad, el libro es, en sus mejores expresiones, un invento peligroso. Cuando el cubano Leonardo Padura describe una cena que incluye buñuelos de banana, carne estofada, vegetales aderezados y un buen postre, que hacen que el detective Conde pregunte a la cocinera, asombrado, cómo hizo para reunir tales manjares, el simple “no pregunten, coman” de la respuesta, retrata la escasez, el mercado paralelo, el sofocado secreto que habita en la Cuba contemporánea.
Trazos que Padura logra sin proponerse ser opositor al castrismo. Un buen libro puede hacernos entender el peso y la asfixia que provoca un burka sobre la mujer que lo viste; la desesperación con que se aferra a la mano de su madre un niño que ingresa a una cámara de gas.
Esa fuerza delatora del papel, siempre se combatió con fuego. En la Florencia del siglo XV, que bullía de renacimiento y arte, se quemaron por inmorales todos los libros que señaló Savonarola como candidatos a la “Hoguera de las Vanidades”.

En el capítulo VI de “El Quijote”, se realiza un “donoso escrutinio” de la biblioteca del caballero de la triste figura, quemando todos los libros de caballería que lo habían enloquecido, así como los de poesía, por ser esta una “enfermedad incurable y pegadiza”. Probablemente, la quema de libros más famosa sea la que realizó el nazismo en la Bebelplatz de Berlín, el 10 de mayo de 1933, tirando al fuego libros de escritores judíos, marxistas y pacifistas. La reacción en cadena iluminó tristemente las fachadas de más de veinte universidades alemanas.

El papel también arrastró consigo a otros materiales: en 1966, cuando John Lennon declaró que los Beatles “eran más populares que Jesucristo”, muchos integrantes del “Cinturón Bíblico” de Estados Unidos se dedicaron a quemar los discos que guardaban la deliciosa voz del mismo Paul McCartney que nos visitó hace pocos días. Lumbre que se repitió en el Chile de Augusto Pinochet, en 1986, cuando se quemaron miles de copias de “Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile”, de Gabriel García Márquez, por narrar cómo, a tan férreo régimen, lo burló un chileno que ingresó bajo la falsa identidad de un uruguayo, para retratar la dictadura pero también la resistencia a la misma.

La temperatura a la que un libro condenado arde, es de 233º: son los 451 grados de la escala de Fahrenheit que dieron título a la novela en que Ray Bradbury mostraba un futuro oscuro, en el cual los bomberos se dedicaban a quemar libros porque el gobierno consideraba que llenaban de angustia a los lectores al enseñarles a cuestionar su autoridad.

En el bosque se ocultaba un grupo de personas dedicadas a aprender, cada una, un libro de memoria, para salvarlo de la quema y el olvido. Esa sola imagen basta para revelar la fuerza interior de ese dispositivo inquietante que hoy celebra su día. Elogio su vocación de hoguera.

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Ana Ribeiro

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