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Firme ejemplares

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Ana Ribeiro
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En 1995 Unesco declaró el 15 de noviembre como el Día Internacional del Libro. 

Alejada de las múltiples Ferias que se realizan en el país —ocasión en que solemos elogiar ese maravilloso artefacto tecnológico en forma de caja y nos congratulamos con el aumento de los lectores infantiles—, la de hoy es una buena fecha para señalar algunos de los problemas que aquejan al libro.

Si bien el libro es la imagen por excelencia de los compendios del saber, el mundo académico está inmerso en una lógica interna que lo está afectando.

Ser académico es una condición que conlleva fragilidad, pues se depende de financiación para los proyectos de investigación. La misma puede requerir largos períodos de búsqueda y elaboración del conocimiento, lo cual entra en tensión con la necesidad que tiene el académico de probar su productividad. Esta le exige demostrar que está trabajando con su cabeza, participando permanentemente en congresos y actividades similares.

Por lógica, el investigador termina priorizando la publicación en revistas indexadas sometidas al arbitraje entre pares, porque esos artículos demuestran que su investigación está en marcha, a la vez que le da puntaje en ese seguimiento productivo que todas las universidades realizan de sus académicos, porque a su vez ellas mismas están siendo evaluadas y en competencia con otras. El resultado es que las investigaciones demoran en llegar en forma de libro (o sea como unidad) porque se fragmenta y dispersa en variados artículos de revistas especializadas. Lo que es peor: puntúa más un artículo que un libro.

Pero el libro no solo recoge saberes en áreas de investigación de alta especialización, sea en ciencias duras o sociales. Desde que se usó para transmitir la palabra de dios, contener juramentos y revelar conocimientos, el peso de la autoridad del libro lo convirtió en objeto de prestigio. La sociedad de consumo, lógicamente, lo envasó para regalo, ya fuera para obsequiar a otros o al ego de cualquier sí mismo.

No me refiero a la manida (y reductora) discusión entre las bibliotecas que se asocian con la "cultura popular" y las que lo hacen con la "cultura elitista", porque está ampliamente demostrado que el saber y la buena literatura fluyen tanto hacia arriba como hacia abajo, se mezclan y funden en su recorrido. Me refiero al libro como objeto de deseo, consumo y posterior descarte. Me refiero a las biografías de "héroes" ocasionales y dudosos; a los múltiples horóscopos de animales o piedras o astros y a sus predicciones anuales; a las cosas importantes que no conmueven al gran público y por lo tanto las editoriales no les abren sus puertas. A lo insultante que resultan los libros de dudosa calidad intelectual cotizados al precio de la notoriedad, en contraste con obras magníficas que, en ediciones de viejo y exhibidos en destartaladas mesas de feria, se pueden comprar por el precio de un alfajor. Al requerimiento que la lógica del mercadeo le plantea al autor: atienda su libro como un producto, haga campañas de difusión, acumule horas de radio y TV. Sea su sponsor. Sonría, firme ejemplares.

Son problemas a resolver, para que ese dispositivo de pensamiento siga pesando por lo que contiene y no por la especulación que lo rodea, tan propia del sistema capitalista en su etapa financiero-monopolista.

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