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Destino o porvenir

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Mucho se ha escrito y se escribirá sobre lo que puede suceder en Cuba a partir de ahora. Me interesa más, sin embargo, lo que nos sucederá a nosotros a partir de ahora.

Mucho se ha escrito y se escribirá sobre lo que puede suceder en Cuba a partir de ahora. Me interesa más, sin embargo, lo que nos sucederá a nosotros a partir de ahora.

Me explico. La civilización occidental ha concebido el futuro como destino o como porvenir. Concebirlo como destino ha estado siempre vinculado al fatalismo y al desciframiento. Pensar que el futuro no se puede conocer porque acontece independientemente de la voluntad de los hombres es —desde el punto de vista filosófico— fatalista, aún cuando lo que se espere sea magnífico. Ese futuro inevitable deja a los hombres resignados, a la espera de lo que “el Altísimo” decida enviarle, ya sea el apocalipsis o el camino de la salvación. Hay fatalistas que creen que, aunque lo que acontezca no dependa de los seres humanos, el futuro sí se puede conocer, pero únicamente por parte de unos pocos, capaces de leer lo que sucederá por medio del Tarot, la borra del café, las líneas de la mano o algún conjuro mágico. La sociedad de la información y la comunicación no ha erradicado estas creencias, que —por el contrario— concilian con Internet ofreciendo populares formas de anticipación del futuro, a un solo clic y pagando con tarjeta de crédito.

Si, por el contrario, el futuro se concibe simplemente como porvenir, como algo que aún no sucedió y que no está determinado por él o los dioses, las cosas cambian. Pasa a ser descrito de forma imaginativa y desiderativa, da lugar a la utopía o a la ciencia ficción, que por igual consideran a la humanidad como artífice de eso que vendrá. El utopismo es una larga tradición en el pensamiento occidental y acuñó diversos sueños de sociedades perfectas en las que todas las necesidades materiales y espirituales estarían satisfechas, habría igualdad, el estado sería innecesario, la paz sería permanente, las virtudes morales abundantes y el ser humano estaría liberado de su condición de lobo de sí mismo. Tomás Moro, Fourier y Carlos Marx, entre otros, nos describieron esos perfectos mundos posibles, que debíamos conquistar y crear. Lugares que, no siendo reales, alimentaron el malestar hacia el mundo real, estimularon la búsqueda de cambios y respaldaron todas las luchas sociales de la modernidad política de occidente.

Fue en ese no-lugar que se ubicó Cuba desde que Castro entró en La Habana en 1959, convirtiéndola, ante los ojos del resto de América Latina, en “el faro” crítico del capitalismo, la sociedad que afirmaba avanzar hacia un estadio social ideal, siguiendo un modelo de hombre que construiría la libertad y sería emulado por los demás, por un efecto moral contagioso: el “hombre nuevo” que popuso el “Ché” Guevara.
Ahora (casi todas) las puertas serán abiertas. La encarnación del utopismo revelará varios misterios y veremos lo bueno, lo malo y lo feo, contado bajo mil anécdotas y retazos de vida. Terminará de desaparecer la delgada línea divisoria que separaba el “dentro de la revolución todo”, del “fuera de la revolución, nada”. Todo cambiará, sin que los marines desembarquen en las playas de la isla. Los cubanos lo saben y prenden velas de agradecimiento a San Lázaro, a quien 55 años de materialismo no lograron erradicar de los altares.

En el futuro, cuando se hable de porvenir, cuando se precise un “deber ser” que oficie de espejo crítico hacia la sociedad capitalista ¿cómo evocaremos e invocaremos a la isla con forma de caimán? 

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Ana Ribeiro

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