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La otra política de shock

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En momentos en que se enfrentan distintos proyectos políticos, se suele discutir entre cambios graduales o bruscos. Se habla de estos último generalmente asociados a temas económico-financieros: a veces, la realidad de los números exige un rápido giro de timón, para aventar riesgos o fortalecer credibilidades.

En momentos en que se enfrentan distintos proyectos políticos, se suele discutir entre cambios graduales o bruscos. Se habla de estos último generalmente asociados a temas económico-financieros: a veces, la realidad de los números exige un rápido giro de timón, para aventar riesgos o fortalecer credibilidades.

Pocas veces –o nunca– se vincula el concepto de shock a la política cultural.

Peor aún, pocas veces se la coloca en el sitial que le corresponde, por su importancia para el mejor destino del país.

Hoy más que nunca, la verdadera crisis uruguaya no es económica. Es cultural. A los pésimos resultados de la educación pública, se suma un deterioro general de la convivencia a todos los niveles. Las tribunas de los estadios son campos de batalla, la mendicidad abusiva se adueña de las calles, el debate inteligente se sustituye por la descalificación burda, el rating televisivo frecuentemente premia el mal gusto y la estupidez…
Este panorama es fruto de un desinterés generalizado por los valores que solo la cultura, con lo que ofrece de desarrollo del espíritu crítico y la sensibilidad, es capaz de propagar.

Como asesor de comunicación de partidos y sectores políticos desde el retorno a la democracia de los años 80, he percibido en forma permanente que, si bien los candidatos son conscientes del problema, no lo llevan a la primera plana de sus mensajes, por el bajo interés que despierta en el electorado.

No faltan quienes postulan que la mejor política cultural es la que no existe. Creen que el estado no debería entrometerse en la libre elección de productos culturales de los ciudadanos. A quienes defendemos la posición contraria nos acusan, en el mejor de los casos, de paternalistas, y en el peor, de autócratas deseosos de imponer nuestros gustos sobre los de la mayoría. Pueden tener parte de la razón, en el sentido en que esta incidencia a veces da lugar a corruptelas indeseables. Pero favorecer a los artistas amigos no es política cultural. Dista mucho de serlo.

Pensar que el estado no tiene responsabilidad en generar un contrapeso eficiente a la imposición de productos elegidos por el mercado es de una neutralidad irritante. Hay cultura que ennoblece y cultura que embrutece, y la decisión sobre qué obra artística está de cada lado no la debe tomar ni el gusto mayoritario ni la burocracia: debe aportarla la academia, los profesionales más capaces y preparados en cada disciplina. Quien se levanta con cumbia villera, almuerza y cena con cumbia villera y se acuesta con cumbia villera, tiene el derecho a conocer una alternativa musical de calidad, y el estado tiene la obligación de proporcionársela.

Política cultural es la iniciativa municipal denominada “Teatro en el aula”, creada por Alejandro Bluth y Tomás Lowy durante la administración montevideana de Aquiles Lanza y felizmente mantenida todos estos años, por gobiernos de distintos signos. Lleva representaciones de grandes textos de la dramaturgia universal y nacional a todos los liceos de la capital, permitiendo que muchos adolescentes entren en contacto por primera vez con esas obras, interpretadas por actores uruguayos.

Política Cultural es el grupo “Sonantes” creado en 2009 por Jorge Risi, que con el bienvenido apoyo del Ministerio de Cultura, lleva la enseñanza gratuita de instrumentos de cuerda a todas las localidades del país.
Cuando decimos estas cosas, no faltan los intelectuales replicando que es ingenuo pretender que la gente de los niveles más sumergidos tenga acceso a Mozart y Shakespeare, porque supuestamente no están capacitados para entenderlos: “dales murga, dales cumbia de la buena, que eso sí lo entienden”.

A veces los máximos impulsores de no estigmatizar la pobreza terminan haciéndolo, tal vez con el inconsciente deseo de proteger el elitismo de determinados bienes culturales que, hoy y siempre, nos deben pertenecer a todos.

El diseño de una política cultural eficiente pasa por promover la lectoescritura y la pasión por el conocimiento, capacitar a niños y adolescentes en el consumo audiovisual, incentivar su creatividad y pensamiento crítico, combatir las adicciones estimulando el trabajo artístico y científico, en lugar de hacerlo obligándolos a reventarse la cara boxeando.

Pasa por popularizar al máximo la literatura y la música, aprovechando la facilidad que otorga la digitalización de las obras. Pasa por una televisión oficial que invierta fuerte en producir ficción nacional, guionada con el propósito explícito de difundir valores.

No es tan difícil ni sale tanta plata. Es un tema de voluntad política. De entender que la cultura no es un adorno, sino la principal herramienta de la equidad y el progreso.

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Álvaro Ahunchain

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