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El porqué del desmadre

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Una amiga que acaba de volver de España, me contó que lo que más le llamó la atención, después de algunos años de no estar en el país, fue una mayor rispidez y agresividad en la forma de relacionarse entre los montevideanos. Puso el ejemplo de lo que sucede en los ómnibus urbanos: la cordialidad de antaño contrasta con un trato actual prepotente y crispado. Hace unos días, yo mismo tuve una experiencia similar en un taxi. Mi seña fue disputada por dos taxistas. Haber subido al móvil supuestamente correcto, no impidió que a lo largo de más de dos cuadras, mi conductor siguiera gritando al otro, con un nivel de improperios irreproducible.

Una amiga que acaba de volver de España, me contó que lo que más le llamó la atención, después de algunos años de no estar en el país, fue una mayor rispidez y agresividad en la forma de relacionarse entre los montevideanos. Puso el ejemplo de lo que sucede en los ómnibus urbanos: la cordialidad de antaño contrasta con un trato actual prepotente y crispado. Hace unos días, yo mismo tuve una experiencia similar en un taxi. Mi seña fue disputada por dos taxistas. Haber subido al móvil supuestamente correcto, no impidió que a lo largo de más de dos cuadras, mi conductor siguiera gritando al otro, con un nivel de improperios irreproducible.

Lo surrealista del caso fue que entre insulto e insulto, giraba la cabeza hacia mí para pedir disculpas de manera exageradamente delicada, casi servil, y enseguida volvía a vociferar contra su colega con lenguaje de barrabrava.

Son pequeñas anécdotas que evidencian la punta de un iceberg en cuya base están los delitos cada vez más frecuentes y cruentos y la vergonzante violencia de género.

El gobierno promete atacar el problema desde la represión, porque sabe que allí tiene uno de sus puntos débiles ante la opinión pública. La oposición se centra en reclamar medidas punitivas (baja de la edad de imputabilidad) o de control (policía militarizada patrullando las calles). Poco se propone y menos se explica sobre las causas reales de este deterioro de la convivencia, que unen en una misma línea al arrebatador de carteras, al copador de casas, al asesino de su pareja, al barrabrava pendenciero, al guarda prepotente y al taxista insultador.

Hay un desmadre general de la convivencia, que se ha desatado en los últimos años con una velocidad inusitada. Va de la mano del deterioro del sistema educativo público, de la caída en picada de la calidad cultural y la desvaloración de la formación académica. Es un desmadre que se funda en la percepción, actualmente extendida, de que ni la educación ni el trabajo son paradigmas a seguir. En plena bonanza económica, la cantidad de hombres jóvenes y fuertes que se dedican a la mendicidad encubierta de cuidar coches y limpiar parabrisas alcanza un nivel tal vez mayor que el que se dio durante los peores momentos de la crisis de hace una década. Ya no se trata de una alternativa a la indigencia: es una opción de vida, en algunos casos mejor remunerada que muchos trabajos dignos. La sociedad la ve con cierta benevolencia, por una mal entendida aceptación de la diversidad y una perniciosa mística del pobrismo.

En paralelo, la deserción escolar y liceal no parece resolverse con la amenaza de dejar de pagar subsidios a los padres. Solo podría empezar a superarse si desde el gobierno dejaran de enviar mensajes contradictorios sobre el valor de la formación académica y el éxito personal, con las frecuentes declaraciones que denigran a abogados, médicos, docentes, intelectuales y empresarios. Solo se atenuaría si se dejara de subsidiar la pobreza y, en su lugar, se destinaran los mismos recursos a generar fuentes de trabajo verdaderas y dignificantes.

Por ineptitud de algunos e inacción de todos, hemos abdicado del valor de la cultura. Lo bueno es que nos estamos haciendo famosos en el mundo por la gran idea de usar el aparato del estado para vender porros. ¿Nos aplaudirían tanto si lo empleáramos para regalar libros?

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Álvaro Ahunchain

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