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Cita con la rambla

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No es casualidad que los hayamos citado aquí”, dijo, mientras señalaba el paisaje que asomaba a través de las ventanas del NH Columbia. Tras el vidrio, el inconfundible cubo del Sur, frente al río que -en esa tarde del 8 de diciembre- estaba especialmente encrespado.

No es casualidad que los hayamos citado aquí”, dijo, mientras señalaba el paisaje que asomaba a través de las ventanas del NH Columbia. Tras el vidrio, el inconfundible cubo del Sur, frente al río que -en esa tarde del 8 de diciembre- estaba especialmente encrespado.

A lo lejos, donde la línea del agua se fundía con el horizonte, se veía un enorme portacontenedores. Parecía una puesta en escena ex profeso, porque esa imagen era exactamente la misma que ilustraba la tapa del libro que se presentó esa tarde: Rambla, con textos de Marcello Figueredo (que fue quien develó la intencionalidad de la locación) y fotografías de Diego Velazco y Santiago Epstein.

Efectivamente, el lugar no era inocente. Desde allí podía verse el Templo Inglés, a cuyo frente se abre la calle Brecha, nombre que recuerda el boquete abierto en un flanco de la muralla, permitiendo que los ingleses entraran a la ciudad y la tomaran en nombre de su rey, en el año 1807. El templo se levantó en plena Guerra Grande y se lo demolió en 1936, para volver a construirlo en el mismo lugar, pero dado vuelta: lo pusieron de cara al río. En realidad, toda la ciudad giró su mirada cuando el paseo marítimo se nos reveló como el más democrático y hermoso, como el gran privilegio de la ciudad de Montevideo.

Los granitos rosados que cubren toda la rambla sur, las sombras de las figuras femeninas bajo los faroles del Bajo, los ecos de las canciones que evocaban al viejo barrio y al carcomido murallón que derribó finalmente la piqueta del progreso, acudieron a la cabeza de los que asistimos a la presentación, mientras Marcelo Figueredo desgranaba el proceso de nacimiento de Rambla.

Desde su punto de inicio, allá por el Cerro y la refinería de Ancap, hasta su glamurosa curva final sobre las arenas de Carrasco, el libro recorre la historia pero también los usos de ese largo y serpenteante paseo de la ciudad. Los textos son aterciopelados, una dosis exacta de poesía, lazos entre el pasado y el presente, información y desafíos a la memoria del lector. Las imágenes parecen lograr que resuene el burbujeo de la espuma color té con leche de las olas: son fotos táctiles.

Pero a no engañarse, éste no es un libro para vender a Montevideo como destino turístico. Es un libro que nos refleja tal y cómo somos. Hay óxido en los barcos abandonados y hay grietas en el asfalto, bajo las patas de los gansos que cruzan en larga fila desde el lago del Parque Rodó, interrumpiendo el tráfico. Hay joyas arquitectónicas que ya no están, aunque aún subsista el rancho del Manzanita, donde siempre se anuncia pescado fresco. Hay parejas enamoradas, niños que juegan, soledades que miran el agua, jóvenes que patinan, pescadores que matean.

Hay deportes costosos como el golf, que recuestan sus canchas a la orilla de la ciudad, pero también hay inmigrantes que juegan cricket, muchachos que juegan fútbol, perros que buscan dueño.

“¡El Parque Capurro! -exclamó una amiga, que ojeaba mi ejemplar- ¿cómo y por qué lo dejamos decaer así?”. Es que el libro alimenta, a la vez, al orgullo y a la vergüenza, porque es hipnótico, pero sin obnubilar. Es un libro tan hermoso como el paseo que retrata, pero nos obliga a reflexionar sobre la responsabilidad ciudadana que tenemos frente a tal privilegio.

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Ana Ribeiro

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